La poesía argentina de los 90
En aquel célebre trabajo La lógica de la literatura
, Kate Hamburguer
planteaba, como condición ineludible para que exista un poema,
que el sujeto enunciante no sea fingido. Lo que ella denomina
yo lírico, entonces, sería un yo real que da cuenta en el poema
de la realidad de su experiencia, más allá de que esa experiencia
haya sucedido o no en la realidad. Esto diferencia claramente
al yo lírico del yo del narrador, ése que siempre es ficticio
(por eso la coherencia de la novela no la da su remisión a la
experiencia de un sujeto sino a su propia estructura) Hamburguer
pone dos ejemplos extremos de mediados del siglo XX donde el
yo lírico parece a punto de caerse de los límites de su función:
la poesía concretista y la poesía política. Hoy, a comienzos de
un nuevo siglo, pasa algo parecido con la producción de la nueva
poesía argentina de los 90. El yo lírico parece a punto de soltar
su función de custodio de la experiencia o, para decirlo de otro
modo, los poemas parecen haber abandonado aquella pretensión de
intimismo que fue un secreto compartido entre lector y poeta a
través de toda la historia de la poesía. Incluso en el vanguardismo
post-mallarmeano el guiño cómplice de un yo que despliega ante
el lector su condición de puro sujeto de la enunciación, fue a
su manera un secreto compartido. Hoy, de vuelta de la conciencia
enunciativa, el poema se instala en un universo que, en el polo
opuesto de la intimidad, deja entrar a los otros en su acontecer.
No hay un relato abortado por escansiones ni tampoco una invasión
del poema sobre el campo de la prosa como sucedía con aquel híbrido,
tan de moda en los setenta, denominado prosa poética, cuyo discurso
transcurría sin escansiones ni encabalgamientos pero pasando a
depender de la experiencia de un yo lírico. Aquí sucede todo lo
contrario: en medio de las escansiones, sin prosa alguna, un
yo acentuado por los otros se funde y se confunde en un ir y
venir de personas que quedan a medio camino -barradas, escandidas-
en su vocación de devenir personajes.
En Seudo de Martín Gambarotta habitan algunos de estos
suedopersonajes. El prefijo Seudo remite a semi, a más o menos,
a no tanto. Cuando en este libro se nombra a un tal Seudo, la
remisión es indistintamente a un yo, a un tú y a un él: “en calle
Padilla/ unos chinos vestidos de pachucos/ se reparten nombres:
vos Zhang Cou/ te llamás Francisco, vos Xin Di/ te llamás Diego,
vos Gong Xi: Pacino/ y yo Bei Dao, me llamo Pseudo (.....) Después
discuten/ porque todos quieren llamarse Diego/ y le dicen a Bei
Dao/ que Pseudo no es un nombre” En medio del acontecer, que en
este caso podríamos llamar la calle, en medio de una calle, entonces,
a la que se le recorta una ventanita que llamaremos poema, Seudo
(a veces escrito con p y otras sin, como si lo coloquial y lo
literario se intercambiaran según el caso) es, para un grupo de
inmigrantes que se reparten nombres argentinos, una de las alternativas
de cambio de identidad. Sin embargo, la cadena se detiene porque
se dice que “Seudo no es un nombre” mientras la pelea es por Diego,
porque ese sí sería un nombre. Bei Dao, un chino vestido de pachuco
que, como las mulatas de La máquina de hacer paraguayitos de
Washington Cucurto, vive en su yotibenco de la calle Padilla,
se presenta en primera persona “Yo Bei Dao me llamo Seudo”. Pero
ni Bei Dao ni los otros se afianza como personaje de un relato.
Muy por el contrario, todos van deviniendo seudopersonajes de
un poema, y esto se debe a que finalmente no pueden tener nombres.
La escansión del verso se produce así, cortando y mezclando la
cadena de nominaciones: “vos Zhang Cuo/ te llamás Francisco, vos
Xin Di/ ....” Esos cortes operan como marcos de la ventanita que
recorta lo que venía siendo un relato. Pero no es una ventana
desde la que un yo lírico mira lo que sucede en la calle Padilla
para reelaborarlo en la página como imagen poética intimista.
Si aquí todavía pudiera rastrearse algún tipo de yo, seguramente
éste habitaría la calle y su paso por entremedio de los extranjeros
lo volvería alguien, le daría una identidad sin nombre. Y la nomenclatura
de su particular naturaleza no humana sería Seudo. Dice otro poema
de Gambarotta: “Pseudo es el objetivo frío/ de la mañana el más
odiado el atleta/ Tiene nombre, sobrenombre y nombre/ científico
y la suma de los tres da/ la nomenclatura de su naturaleza”.
En Punctum, primer libro de Gambarotta, son las cosas las
que no tienen nombre y en su calidad de “seudo” repelen cualquier
intimidad lírica: “cómo se llama eso que cuelga de la pared/ cómo
se llama eso que cubre la lámpara/ rodeado de cosas sin nombre
a mí también me hubiera gustado empezar esto/ con: de noche junto
al fuego/ pero acá/ no hay, salvo en potencia, fuego/ y eso que
se divisa, una oscuridad/ baldía sobre nosotros a duras penas/
puede ser llamada noche, nada/ hace suponer/ el final de la trasmisión
nocturna/ que ahora termina y deja/ la pantalla nevada/ trasladando
a la penumbra del pasillo/ la oscilación de un aire gris que no
provoca/ ninguna emoción salvo en las cosas” A pesar de los incontables
esfuerzos, dentro de la historia de la poesía, por fatigar metáforas
en relación a la noche, aquí ya no hay recursos literarios que
la nominen. Es la irrupción de lo real -la pantalla nevada de
un televisor- lo que da la señal no sólo del final de una programación
sino también de que algo, irremediablemente, está perdido para
la poesía. La noche no puede ser más una experiencia intimista
de un yo, lo que equivale a decir que para esta poesía argentina
del nuevo milenio, la programación está finalizada. Si todavía
queda algo que tímida y cautelosamente nos atrevemos a llamar
poema, no es más una ventanita que se abre dentro del acontecer
narrativo de un televisor: “Antes del corte de la programación
estuvo/ el vuelo de una polilla en la pantalla/ a contrapunto
de la banda de sonido del Gran Chaparral/ una japonesa que se
tiraba a la pileta/ en otro canal un documental sobre cáncer de
piel/ y en otro un delfín saltando aros de fuego/ y de nuevo la
japonesa secándose la nuca”. Finalizada la programación televisiva,
el relato viene de la calle cuando aquella “variación en los tonos
de gris” del pasillo se funde “con el destello aguado de un aviso
de yogur”. El aviso dice ni más ni menos que esto: “PORQUE LO
IMPORTANTE ES UNO MISMO”. Queda claro, a través de esta leyenda
publicitaria, que el yo es una virtualidad que sobrevive como
recordatorio en un aviso de yogur. “Lo importante es uno mismo”
es algo que debe ser publicitado porque no sólo en la poesía
se terminó la programación. La calle misma es un desierto donde
todos son nadie, extranjeros cuya identidad se juega en un intercambio
fallido de nombres. El juego se llama Seudo, un juego peligroso
que en Punctum tiene otra nomenclatura: Cadáver. Cadáver
es un pseudopersonaje, una ficción menos que humana que tanto
puede ser invocada en segunda persona, descripta en tercera o
escuchada en primera. Es un aparecido que se levanta de en medio
de aquellos cadáveres perlongherianos que señalaban desapariciones.
Al famoso estribillo “hay cadáveres”, Punctum responde
con un “no hay, no va a haber, no hubo/ no hubo no no hay no va
a haber/ ni hubiese habido sí ni hubo, mejor serie que Kojak”.
Y así continua ese seudorelato que recorta por dentro lo que estaba
atrás de la pantalla nevada y atrás también de la pantalla-ventana
porque eso, y sólo eso, es lo que hay. “No va a haber, Cadáver,
mañanas/ reales de color tierra”.dice quien ahora le habla a Cadáver,
su interlocutor resucitado. En la poesía de Perlongher, en medio
de pajonales, de redes de pescadores y del tropiezo de cangrejales,
las mañanas color tierra –o color barro mejor- dejan ver la presencia
de los cadáveres como anticipo de una irrealidad que vendrá. Ahora
lo real es la desaparición. “Primero aceptar la abstracción del
mundo, sufriendo su frialdad y aquí, en este horizonte vacío,
en el que, cegados por nuestra miseria nos movemos desesperadamente,
buscar, buscar lo real hasta que caiga en nuestras manos un encuentro,
un acontecimiento” dice Toni Negri refiriéndose a
ese desierto de la abstracción posmoderna que él considera un
pasaje ineludible para lo que vendrá. Y el Cadáver es la única
verdad de lo que ya no hay. Hijo único, comparte la singularidad
espectral con su doble, un yo con acento, un post-yo lírico y
post, también, narrador omnisciente, un puro operador de zapping
en el desierto o una máquina de escandir cronogramas de acontecimientos
callejeros sin intimismo.
Hal Foster, en El retorno de lo real
refiriéndose al arte posmoderno en términos de “cultura de la
abyección”, donde lo real retorna en la presencia de lo abyecto,
dice que “si hay un sujeto de la cultura de la abyección no es
el trabajador, la mujer o la persona de color sino el Cadáver”.
Se podría decir que, en esta nueva poesía, Cadáver es el trabajador,
la mujer, la persona de color -como las mulatas de Cucurto- todos
juntos ahora conviviendo sin nombre (o con nombre falso) reunidos
en la calle como se reúnen las partes después de una autopsia.
Sólo los cadáveres se levantan y andan, parece querer testimoniar
este conglomerado post-humano. Sólo los cadáveres, ya no más las
personas, ya no más los yoes infatuados de intimismo literario
o post infatuados de textualismo.
En el desierto de la abstracción del que hablaba Negri, el acontecimiento
es de ahora en más, Cadáver que nace. Ahí está, apareciendo de
la nada, lo que sin embargo ya estaba. “Plagiar al plagiario”
pide Cucurto en el epílogo a La máquina de hacer paraguayitos,
“lo único original es el Cadáver” agrega Gambarotta y Roberta
Dinámico condensa esta irrupción de lo real en el femenino “Mamushka”:
(“una mamushka en el desierto/ rueda sobre la arena/ se pasa la
lengua por los ojos/ para no morir de sed”). Así la presenta y
así, Mamushkas, se llama uno de sus libros de poemas. De
entrada, la tentación de hacer analogía resulta irreprimible:
las muñecas rusas, que albergan unas a las otras, podrían simbolizar
a la madre. Sin embargo, Iannamico lo desmiente: “Una mamushka
contiene en su vientre/ la totalidad de las mamushkas/ porque
no hay mamushka que no tenga/ una mamushka adentro/ Madre hay
una sola”. De nuevo, como en el caso de la noche en Punctum,
la poesía parece haber fatigado todas las metáforas para el significante
madre y ahora, en esta poesía que, como decía Iannamico, es anterior
al género, ya no hay madre capaz de dejarse sostener por el desdoblamiento
metafórico que es como decir que “madre hay una sola”. En el desierto,
en cambio, la que alberga dentro de sí la posibilidad de vida
es la mamushka. Pero ojo, si no hay analogías tampoco se trata
del producto delirante de una imaginación autoral: “hay mamushkas
que ponen huevos rosados/ que contienen mamushkas/ que ponen huevos
rubios/ o huevos verde agua/ pero puestas a empollar/ no hay gran
diferencia”. No esperemos ver otra cosa que lo que está a la vista,
“puestas a empollar no hay gran diferencia”, madre hay una sola,
no hay engaño posible, el color de los huevos no es una cuestión
estética, no son huevos pintados, son, sin ambages, la diferencia
que no hay:. “Así tuviera ojos en la espalda, vería las cosas
siempre igual” dice Iannamico en Tendal, otro de sus libros.
En ese mismo libro hay un poema que puede hacer espejo con Mamushkas,
se titula “Después del parto” y dice: “Estreno un camisón lavanda/
la misma seda del lirio/ de un lado la piel/ floja sobre la carne
hinchada/ del otro lado el espejo/ del baño/ del hospital”. La
sutil pulsión lírica que le da sostén a este poema parece un hilo
a punto de cortarse por lo más delgado. Es que todo está a la
vista, ninguna experiencia subjetiva parece querer darse a conocer
aquí. Las capas de lo real –camisón, piel, espejo- son todas una
misma capa: la desnudez. Ninguna esconde nada, no hay una intimidad
oculta y es justamente ese despojamiento el que se convierte en
llanto de mamushka: ”una mamushka considera a la cebolla de su
misma especie/ no la corta ni la pica/ la pela apenas/ y esa desnudez/
la hace llorar”.
A esta altura no cabe duda que la que habla en primera persona
después del parto es una Mamushka. No se trata, obviamente, de
una poeta que acaba de ser madre y trasmite su experiencia pero
tampoco sólo de su sombra, aquel yo lírico limitado a dar cuenta
sólo de su enunciación. Un plus, un acento como el que pone Cucurto
en la palabra yo (“yó” ), parece querer
decir algo más a través del femenino que habla por boca de la
mamushka de Iannamico. La alteridad mujer que para Foster dio
lugar al Cadáver vive en este cadáver-mamushka como una sola madre
que después del parto se niega a dejarse reflejar en ningún espejo
metafórico. El espejo del hospital está ahí, del otro lado de
la piel ajada, pelada. Y esa desnudez, lo real femenino, una resistencia
que no se deja reflejar en espejo alguno, está siempre en el mismo
lugar. Como los espejos en los hospitales, que siempre están en
el baño. Aunque tengamos ojos en la espalda, diría Iannamico,
las cosas están siempre en su lugar. “La verdad sólo puede ser
constituida en el desierto, empecemos reuniendo las cosas más
sencillas,” dice Negri. Y la mamushka, mujer después del estereotipo
de mujer, hace una economía de lo que no hay para que haya: “Las
mamushkas dan a luz en la oscuridad/ se asisten a sí mismas en
el parto/ se parten/ en pedacitos/ que la hija ya mamushka junta/
para hacer un cubrecama finísimo”.
Para Iannamico la poesía es algo que está atrás del género : una manera de
ver-sentir-ver pasar. Esa pulsión, que comparten la mujer, el
trabajador y la gente de color es lo que está dando nueva vida
a la poesía argentina de hoy. .Dominicanas del demonio o paraguayitos
de Cucurto, Seudos o El Cadáver de Gambarotta, Mamushkas de Roberta
Inannamico, estas multitudes que pueblan los yotibencos, las calles
del desierto local, le estén empezando a aportar a la argentinidad
un nuevo color que justamente por habitar atrás del género, en
el baño, en el WC (como Washington Cucurto, el seudónimo de Santiago
Vega), nos atrevemos a llamar poesía. Poesía que está después
de la literatura, tal vez, pero que no la excluye, aunque
algunos críticos horrorizados ante el vacío que parecen provocarles
las cosas sencillas, dicen que estos nuevos poetas escriben sin
haber leído nada. En realidad, habría que decir más bien que,
en la obra de estos poetas, la literatura está digerida y naturalizada
hasta quedar transformada en una más de esas cosas sencillas .
Zelarayán, el nombre de un poeta de culto de las generaciones
anteriores, es usado por Cucurto para titular uno de sus libros.
A su vez Gambarotta titula uno de sus libros Punctum, término
acuñado por Roland Barthes en su libro Cámera Lúcida. Nunca
dentro del libro se recupera o se justifica ese título, tampoco
Zelarayán. Son robos a mano armada, préstamos que no se
devuelven. Porque, como dice Anahí Mallol :
“ahora que (estos poetas) saben que lo privado es político, ya
ni se preguntan si lo correcto (políticamente correcto) es hablar
como la gente de cosas que le pasan a la gente (como Miguel Dalmaroni
definió la estética sesentista de Gelman) o retraerse en la exploración
de la subjetividad, la infancia, el miedo, al modo de Pizarnik”.
Si lo privado ya es político, entonces, no se trata de fabricar
coloquialismos impostados copiándole a la gente su modo de hablar
ni tampoco de cuestionarse si el intimismo pizarnikiano es o no
revolucionario. En esta poesía de los 90 ya no hay intimismo ni
coloquialismo, tampoco hay un autor que utilice técnicas narrativas
ni lenguajes televisivos o rockeros. Estos poetas del nuevo
milenio no escriben, si por escritura se entiende una operación
meramente formal. Lo que hacen es forzar el punto de cese de lalengua
hasta hacer aparecer
lo real. Y eso, sólo eso, es lo que ellos testimonian. Para
escuchar esa nimiedad a lo mejor hay que hacer silencio. Como
las mamushkas: “las mamushkas se callan cuando deberían hablar/
no pueden parar el murmullo que las habita/ nadan en el rumor/
de las hijas creciendo.”
Tamara Kamenszain