Ezequiel Alemian
Me gustaría ser un animal
Siesta, Serie Formato Mayor
Bs. As. 2003
¡Ingresar a
esa mente! Es como palpar un tejido de orificios, la conciencia de
la inabarcable realidad en un catálogo de conmociones, informaciones,
retazos de argumentos que ocurren en teatros donde “no hay banda”,
como en la película de David Lynch. No hay banda; ni posibilidad
de reconstituir el todo mediante la ilusión del sentido. No
hay banda, un coro de voces que emergen de los días y las noches
del mundo, solas, en el mismo desolado lugar: las oficinas, los diarios,
las íntimas telenovelas, las pizzerías.
Las prosas sueltas de “Me gustaría ser un animal”
son el susurro permanente que no podemos escuchar sino la fugacidad
de un coro sin director, un coro de solos. Pero, aunque las conexiones
estén falseadas, conectan una verdad con otra. El sentimiento
humano ha sido dispuesto sobre la mesa de operaciones, abierto en
sus vísceras gimientes. Se trata de una sala de operaciones
vacía. Los médicos parecen haber huido, no pueden curar
el dolor encarnado, ni unir la fragmentariedad de los órganos
que buscan, cada día, cada vida, el continuum que los libere
de la condenada banalidad, del riesgo de sentir a cambio de nada.
Cada página es un día para que las vísceras o
almas se trencen y traigan comprensiones completas pero lejanas de
un mundo excesivo. Exceso de información. El mundo es un diario:
cambia cada día y siempre es igual. Los periodistas lo escriben
y los escritores lo sueñan.
Para Alemian la unidad entre el lenguaje y el sentido explotó
el día que decidió “escribir una frase cada día
de mi vida, que no pueda ser corregida ni descartada” (Rayar,
Amadeo Mandarino, 1999). También demostró su capacidad
de hurgar en el dolor en sus desoladores poemarios La ruptura (Tierra
Firme, 1997) y La devastación (Deldiego, 1999). Luego en la
novela Intentaré ser breve (Simurg, 2000) escribió “El
lenguaje nos divide en fragmentos”. El síndrome de Bessalko
(Paradiso, 2002) es un experimento literario-científico, lejana
suerte de novela de ciencia ficción, donde construye un diálogo
de voces perdidas: en el espacio exterior se diluyen solitariamente
los intentos de comunicación entre tripulantes de una nave
abandonada en el espacio y sus supervisores terrestres.
La armenia vanguardia revela el advenimiento de lo que está
pasando, porque la literatura viene en rampas y no tiene cómo
decirse sino haciéndose de nuevo a cada paso. Para entender
hay que entrar... tan hondo, donde sólo podemos pensar usando
un cerebro infinito y negro. “Una impresión seguía
a la otra.” Pensamientos asteroide, raudos, pasan. Su roce es
doloroso, y sabemos que se acercan...
La experiencia es verbo, el mundo diciéndose en su forzosa
diversidad y en su inevitabilidad atronadora. La vulnerable mirada
sobre las crueldades revela humanidad: mediante su capacidad de advertir
el dolor denuncia su mérito de conmiserarse, de enfrentarlo,
aunque sea a través de la máscara de la resignación
o de la manía.
Los personajes-voz nos revelan aquello que somos con aguijoneante
puntualidad. No nos dejan simplemente razonar, nos obligan a transformarnos
para entender a cada paso, sobre puentes de vacío sobre nada
paralizante, lo que hace vivir el tejido humano, atravesándolo,
intimándolo a sentir, sentir, sentir, incapaz de prudencia
o resistencia, hasta descargar sangre de palabras y veneno de lucidez.
Cada página de “Me gustaría ser un animal”
presenta un texto en prosa, ¿poema? ¿microcuento? ¿alguna
inclasificable especie de prosa poética? ¿collage? El
título que cada una lleva intenta conciliar la multiplicidad
del fragmento con una inaccesible idea de totalidad, porque el gancho
con que penetra la carne de esa prosa a la que nombra sólo
encuentra los orificios de la palpable realidad que nunca se acaba
de abarcar.
Gabriela
Bejerman