Canéforas
Silvio Mattoni
Siesta, Bs. As., 2000.
Por Mercedes Escardó
Este bellísimo libro
de poemas es una larga procesión por espacios acuosos, que
evocan mundos llenos de imágenes subacuáticas, celeste-azuladas.
En cámara lenta nos hace derivar en aguas a veces apacibles,
otras furiosas.
Canéforas está dividido en cinco secciones. Cada una
de ellas corresponde a una etapa de la travesía. La unidad
perfecta y hermética de estos segmentos facilita la lectura
y permite al lector acompañar el proceso que transita el Yo.
La primera sección es “Canéforas”. Y haciendo
honor a la alusión mitológica está poblada de
mujeres, no necesariamente doncellas, pero definitivamente femeninas.
Este primer grupo de poemas, evoca el útero, la gestación.
El andar es lento y apacible, y el movimiento está amortiguado
por la contención intrauterina y el líquido vital: “esas
chicas juntaban agua / en verdosas botellas opacas”. Estos primeros
versos y el agua embotellada simbolizan un cierto estatismo, un no-movimiento.
Pero no se trata de agua estancada, es duelo, es la calma necesaria
ante el dolor, ante la necesidad de recuperación, es un retiro
momentáneo de cuerpo y espíritu, la recuperación
de energía para poder luego avanzar.
Como todo duelo, está lleno de sufrimiento. El dolor cruel
de lo inevitable, de la impotencia, mas no sin la esperanza de poder
salir y seguir andando, de gestar: “casi / curarme de mi aflicción,
cuando / cayó el telón sobre mis ojos / hoy siento moverse
un casual capullo / que latía al principio de mi viaje”.
La sección siguiente es “Pantano”, una tierra mítica
que incluye faunos, niebla, fantasmas y danza. El pantano es el lento
y dificultoso esfuerzo por recorrer el camino aún con la piel
en carne viva: “golpéense como si remaran / en un bote
herrumbrado sobre un lago / /de barro”. Y el dolor es palpable
y está presente en la imposibilidad de hacerlo a un lado aunque
sea un instante. Aún así, hay vida: “Sólo
me guía un latido / mínimo...”
“Rompientes”, la tercera sección, promete un quiebre,
se vislumbra una mínima y descreída esperanza Se produce
el paso del invierno a la primavera. Y, si bien algunos poemas se
llenan de luz, no hay un renacimiento. Sigue el proceso de cambio,
lento y paulatino, íntimo e interior. Se activa la búsqueda.
La mujer es ahora madre. Y la necesidad de una identidad definida
está en el centro. El cambio esté quizás en que
se puede ver más allá del dolor proyectando y dejando
atrás lo demás: “Mientras espero, pienso en lo
que haré / para olvidar el mundo de los no-hechos”. Y
el agua bendita limpiará: “La lluvia / habrá lavado
toda huella que no sea / la mía”. Y esa certeza impulsa
el movimiento y la búsqueda de un Yo que ya no es lo que era,
que se sabe transformado por los golpes pero se niega a aceptarlo:
“De un espejo a otro espejo / buscaré en vano el rostro
que creí / tener antes de que este mundo se fijara”.
La cuarta sección se llama “Río Subterráneo”.
Un río en movimiento rige, no hay calma, sólo desesperación.
Hay búsquedas sin senderos y lágrimas sin sal. La rompiente
se transforma en furia: “Desgarra la ropa frágil del
pecho, pasa / sin parar las manos por su cabeza / tirando los aros
al piso, borra / cualquier resto de pintura en la cara”.
“Arroyos” es la sección final. Si bien el título
quizás augurara el comienzo del movimiento, el resurgir de
ese ser en la búsqueda, tal resolución está ausente.
Se resuelve tal vez el sufrimiento y la pérdida: “Oigo
/ promesas de felicidad impersonales / como si fueran condenas, intimaciones
/ de desalojo”. Hay vida y festejo, y se atisba un futuro que
no llega. La sensación sigue siendo de dolor, de angustia,
de sufrimiento, una impotencia irremediable ante la muerte. Y el otro
que reaparece salvador. Y hasta encuentra voz propia para prometer
una salida: “Te pido que me esperes, / no volvás al sopor,
te voy a dar / el remedio blanco de otro sueño / más
corto”. Al final hay una danza adolescente que nos muestra la
mirada nostálgica del Yo. Y la felicidad se ve desde lejos,
queda como promesa que nunca se concreta.
Esta última sección hace un movimiento repentino hacia
atrás. Pero como todo viaje, aún cuando volvamos al
mismo lugar, nosotros ya no somos los mismos y eso sólo cambia
todo. No en vano hemos transitado el camino. Quizás la resolución
esté en la calma, en la observación de la felicidad
ajena, que en algún punto se disfruta aunque resulte impensable
para el Yo.
En Canéforas, Mattoni logra hacer de la lectura de sus poemas
una experiencia vivencial, en la que nos vemos transportados a tierras
de sueños salpicadas de cotidianeidad, y sentimos en carne
propia el dolor de buscar la identidad.