Lampiño
Martín Rodríguez
Siesta
Bs.As. 2004
Por Romina Freschi
Una poética líquida para una poética que liquida.
El ser nacional, el ser religioso, el ser familiar, el hombre, el
nombre. Lampiño, este adjetivo que habla de lo imberbe, quizás
algo indio y nativo, es transformado aquí en un nombre, un
personaje que, a la manera del Martín Fierro, toma su guitarra
y se pone a cantar el canto que liquida “vuelve, entre sus pies
corre el agua/ en los huesos,/la piel y la carne no existen, /sólo
el cráneo, el pelo no existe, /piedra y hueso...”. Ese
líquido: río, agua, lagaña, sangre, leche, vuelve
la página un desierto de creación, un desierto donde
sólo queda la tierra, firme, más allá de la Conquista,
más allá de la guerra, más allá de la
ganadería. La tierra, bíblica, como dice el final, la
tierra como promesa, y como casa, suelo de una escritura que mezcla
icónicamente las palabras para dar cuenta sólo de un
tumulto, un remolino, un torbellino rítmico que chorrea, que
alimenta y a la vez, lava.
Un chorreo de las iluminaciones, podríamos decir, donde cualquier
uso social del lenguaje, queda liquidado, licuado y recreado, todo,
hasta la sangre “en cada línea un río, un hilo/
de agua, collar de plata, oro, baja/ por el destino de su mano lampiño,
Jonás le dijo:/ `baja lento, en canoa/ del río a las
aguas mansas,/ te hacen nacer/ de nuevo, hay un punto en que la sangre/
es una filiación cualquiera´”. Si las palabras
o las frases podrían llevarnos entonces a terrenos muy generalizables
como la patria, la pampa, la biblia, la Conquista, la familia, la
guerra, el hambre, lampiño, el destetado de su raza, el del
sueño crecido, aprende a ver esos términos como notas
de una canción, gotas de una corriente, rítmica, siempre
rítmica, y una visión sin pelos (en la lengua) en la
que la identidad que puede reconocerse como propia es lábil,
es un fluir a través de los recipientes, es puramente adjetiva:
lampiño, no sustantiva.
El descubrimiento de esa intemperie “todos somos huevos abandonados”
es una forma de desamparo, a ser amparada por la música, la
música del agua, o la música del alma. “esta música
da sombra. /el barullo de los muertos./ el tumulto de los muertos
en las sombras./ hay que llevar flores ahí, a la sed de los
muertos,/ piden agua porque piden su disolución./ y no siempre
se puede llenar el silencio del hueso./ yo me detengo para oir el
río, la tierra/ colorada, el viento/ en los árboles
a la orilla, la hoja del sauce/ que cae para apagar su sed... / y
siento que por ese momento tengo raíz, tengo sed,/ tengo mi
árbol de ciruela, una sombra donde dormir.”
Estructurado en dos partes, una salida al mundo y un descubrimiento
de la identidad, lampiño se realiza simplemente a través
del paso doble de una música, de una poesía muy del
yo, aunque no dice yo pero que realiza la subjetividad a través
de los distintos continentes que ésta debe atravesar en su
fluir. Así, este último libro de Martín Rodríguez
es sencillamente hermoso. Y a la vez, es un libro de madurez, en el
que el mirarse el ombligo parece ser, a pesar de todo, la única
clave para la poesía: “y una leyenda-semilla:/`sí,
abandonás el ombligo/ pero a veces, ay, si lo mirás/
te ofrece la única flor del / cuerpo: cebolla picada/ en rodajas/
nevando en el mundo, blanquísima´”
Lampiño obtuvo el primer premio de Fondo Nacional de las Artes
2003, con jurado integrado por Diana Bellessi, Rodolfo Alonso y Luis
Tedesco. La edición de Siesta, en formato mayor, ofrece además
un postfacio a cargo de Santiago Llach, en el que podemos leer otras
claves para esta poética. De esas palabras de Llach ofrezco,
como para dar una pequeña muestra, lo siguiente: “lo
público no como el límite de la bestia, sino como un
agitado complejo de voces en que uno, el poeta, apenas se oye, porque
habla en murmullos.”