....poesía actual

 

Una vieja respuesta nunca enviada y después notas, y notas de las notas
por Daniel Freidemberg

 

¿A qué se llama paródico? ¿Sea lo que fuere, qué gravitación tiene en la poesía que se está haciendo en la Argentina? ¿Se lo podría entender como un síntoma de algo que puja por acceder a la palabra, en el campo mismo de lo poético y/o en el de eso que se llama “la sociedad”? ¿Existe, en todo caso, y llámese “parodia” o como se llame, algo que realmente aparezca como nuevo o como distintivo de este momento, si es que pudiera ser determinado? ¿Pierde y/o gana algo la poesía con el cambio? Estas y otras preguntas me suscitó un mensaje que recibí de Selma Cohen, de La Voz del Interior, en febrero de 2002: “Estoy pensando una nota que cuestione un poco la parodia como forma casi excluyente de escritura en la ‘nueva poesía’. El punto de partida es pensar en la publicación de Carroña última forma de Lamborghini como un punto culminante en el consenso tácito que existe en un importante sector de la poesía argentina y, a partir de allí, ver qué pasa con la ‘otra’ poesía. La pregunta concreta sería: ¿Cree usted en la posibilidad de un más allá de la parodia? Y, en caso de que pudiera hablarse de una ‘superación’ de la parodia, esta superación ¿tendría que ver con el ‘resurgimiento’ del sentido de la historia, después de la caída de la teoría del fin de la historia que dominó gran parte de los '90?

Como la respuesta salió muy larga, mandé al diario una versión reducida, de la que aparecieron los tramos principales, y ahí quedó el texto hasta que, revisando archivos, pensé que podía rescatarlo, a pesar de estar bastante datado en un momento peculiar (la efusión política y el excitante clima de incertidumbre que se vivía en la Argentina, la entonces reciente aparición del libro de Lamborghini), porque los interrogantes planteados siguen pareciéndome abiertos. Lo que tuve que agregar para dar alguna cuenta de lo que pasó o repensé en estos tres años me pareció mejor ponerlo en forma de “notas posteriores”, que de paso también me permitirían precisar, completar y complementar unas cuantas cuestiones; pero durante la redacción de esas notas fueron surgiendo apuntes, como coletazos de las cuestiones tratadas, que también quise incluir, aun cuando se disparan en muy diversas direcciones, hacia cuestiones más particulares o más generales, o precisamente por eso. Así que este trabajo es a la vez uno y tres: el texto de 2002, las notas posteriores y los “coletazos”, y en ese orden me parece que su lectura es más eficaz: no yendo a las notas cuando se lee el primer texto sino volviendo a él cuando se leen las notas, y lo mismo con las notas de las notas.

 

Parodia y noventismo

Si entendemos como paródico a un texto que se sostiene en el encuentro polémico con otro texto, que en el hecho de enfrentarse a otro texto encuentra su energía y consistencia, no querría prescindir de la parodia (1). En realidad, cada vez más noto que, menos por elección que por necesidad, recurro a procedimientos paródicos, quizá cumpliendo sin proponérmelo algún mandato de época y sin duda porque en el trabajo de escritura fui viendo que me resultaban irreemplazables para mantener la escritura en vilo. Lo que no implica que no me parezca posible una escritura que vaya “más allá” de la parodia (o “más acá”) o que directamente la omita. No sólo el uso de la parodia no podría ser en sí mismo una garantía de valor poético sino qué poca cosa resultaría la poesía si renunciara a aspirar a algo más.

El problema es que no veo que lo que llaman “la nueva poesía” (2) asuma la parodia como forma casi excluyente ni mucho menos, aunque algunos de esos poetas o la crítica que los atiende hayan encontrado en ese término un respaldo teórico o aunque en algunos de los poemas adjudicables a ese movimiento aparezca la parodia bien o mal, pero no más que en los de poetas de otras épocas (particularmente los 60, se puede ver lo que en aquellos años escribieron Gelman, Urondo, Giribaldi o César Fernández Moreno, además de, obviamente, Lamborghini). Más bien me da la impresión de que lo que en la pregunta aparece con el nombre de “parodia” es otra cosa (3): un desencanto, una actitud que tiende a desacralizar todo hasta, en algunos casos, no tomar nada en serio, o –avanzando otro paso– una trivialización de la mirada y el pensamiento, una desdramatización cínica que suele resolverse en una estética de la insensibilidad y/o una ética de la indiferencia.

Algo de eso hubo y hay. Es cierto que actitudes así se extendieron mucho y quizá se hayan vuelto dominantes, o al menos las más notorias, entre los poetas surgidos durante los 90 y para la crítica que más se ocupó de ellos. Pero de ningún modo veo que se hayan terminado. Por supuesto, existe gente que escribe sin responder a ese consenso, pero siempre existió, aunque tal vez no fuera la que más se notaba, o la que más notaban el periodismo cultural, las principales cátedras de literatura argentina y los grupos que hegemonizan el “ambiente poético”. El hecho es que no encuentro que el haber dejado atrás la década del 90 implique en la poesía argentina algún cambio importante respecto de la que se veía, por ejemplo, en el 97 o el 98, aunque, como tampoco estoy muy atento, puede que haya algo nuevo y se me esté escapando. (4)

En cuanto a que se esté dando algún “resurgimiento del sentido de la historia”, si se quiere decir que en el último año empezó a declinar el dominio del pensamiento neoliberal en la sociedad argentina estoy de acuerdo. Y estoy de acuerdo en que, casualmente o no, fue más o menos simultáneamente con la entronización del neoliberalismo que en el campo literario empezaron a ganar terreno la pose cínica, un desdén activo hacia los valores “humanos” en general y especialmente hacia los que tienen que ver con lo político-social –cosa que no inventaron los “noventistas”, yo lo proponían en los 80 la movida neobarroca o narradores como Aira o Guebel–, el gesto de suficiencia, la valorización de la frivolidad y el desencanto como marcas de superioridad y el menosprecio a la puesta en juego de la subjetividad en la experiencia que la escritura propone (5). Pero, cuando digo casualmente o no, lo digo en serio: me parece demasiado cómodo suponer que los cambios en los principales modos de asumir la poesía y la neoliberalización del país son expresiones de un mismo fenómeno o se corresponden, y ni siquiera aseguraría que corren en la misma dirección, habría que ver caso por caso y situación por situación. Tampoco podría no sospechar que ambas cuestiones deben estar de algún modo relacionadas, pero no me parece importante por ahora averiguar cómo. (6)

Acaso, efectivamente, Carroña esté tocando un fondo, esté estableciendo un agotamiento o un punto de no retorno, al lanzarse Lamborghini a deshacer y sabotear su propia obra. El mismo parece anunciarlo: última forma. Parodia de la parodia, reescritura de la reescritura, y, apenas un paso más, ya nada, la nada. Como si, después de haber instalado con un enorme arrojo una revulsión que otros adoptan naturalizada, quisiera destruir ese legado, ¿para evitar su domesticación? En todo caso, Lamborghini escribió siempre y sigue escribiendo como quien se larga al trapecio sin red, cosa que no veo que ocurra a la mayoría de los que invocan su nombre, como suele pasar con los maestros. ¿Se podría decir que con Carroña el propio Lamborghini les cierra ese camino? Quién sabe. (7) Prefiero mirar cómo se presentan, cómo funcionan y cómo se desarrollan las cosas y quizá conjeturar, pero sin asignarles un sentido que no sé si tienen.

 

Notas a principios de 2005

1) Es verdad que en muchos diccionarios “parodia” se define como “imitación burlesca de una obra seria”, o de un estilo o de un género, e incluso sinónimo de “caricatura”. Cuando digo “encuentro polémico con otro texto”, en cambio, me hago cargo de cómo el término viene siendo trabajado por la teoría literaria desde hace varias décadas, y que coincide con la idea que suele sostener Lamborghini (Leónidas, por supuesto): “parodia” como “canto paralelo”, lo que no necesariamente implica burlarse ni carecer de seriedad –aunque a Lamborghini le encanta ejercer la burla y atacar lo que aparece como “serio”– sino hasta puede ser un homenaje, y de algún modo siempre lo es. Una relación de amor-odio, y tantas veces es imposible diferenciar hasta dónde se trata de una cosa o de la otra, o no advertir que se contienen o presuponen. En el caso de “Eva Perón en la hoguera” es un homenaje paradójico –porque parte de subvertir o destripar la palabra oficial de la protagonista–, pero sin duda es un homenaje ante todo. ¿Y no se podría leer en el Quijote un homaneje a las novelas de caballería, y en el Fausto de Estanislao del Campo un homenaje a Goethe y Gounod?

Tanto o más que como una operación de destitución o subversión de lo que llama “el modelo”, Lamborghini concibe la parodia y la reescritura como confrontación con el modelo, incluso a veces para sostenerlo (la obra que se mira como modelo estaría necesitando ser cotejada con su parodia, ¿alguien parodia algo a lo que no le da importancia?). Eso por una parte, y por la otra una operación para que surja lo que en el choque con el modelo se desata, las fuerzas que libera el encuentro, lo nuevo o inesperado que hace aflorar. Y también algo así como una operación ética: al modelo hay que someterlo cada tanto a crítica, de lo contrario no funciona, ni como modelo ni probablemente como propuesta textual.

 

2) Cuando aquí digo “nueva poesía” no hablo de toda la poesía que se viene escribiendo, ni siquiera de la mayor parte, sino de aquella que tienen en cuenta algunos de los discursos más visibles de la crítica periodística y universitaria cuando desde hace algunos años anuncian “poesía joven” o “Poesía de los Noventa”, y que se supone que responde a una serie de características que serían propias del capítulo actual del relato llamado “Historia de la literatura argentina”. Me refiero a un cierto conjunto de poemas, pero, tal como viene planteada la cosa, no hay cómo considerarlos sin tener en cuenta también una cierta lista de nombres de autor y un cierto modo de leer esos poemas y valorar a esos autores; poemas, nombres y modos de leer y valorar que, articulados, conforman un objeto de consideración con peso propio, como antes ocurrió, por ejemplo, con la Generación del Cuarenta, la Generación del Sesenta o el Neobarroco. Para decirlo de otro modo, “Poesía de los Noventa” sería el nombre de una preocupación que gana cuerpo entre poetas, profesores, periodistas y críticos hacia 1998, cuando Punto de Vista publica "Boceto Nº 2 para un... de la poesía argentina actual", de Daniel García Helder y Martín Prieto, una informada y perspicaz mezcla de indagación puntual y visión panorámica que también funciona como manifiesto y folleto promocional, y que van sosteniendo después las reseñas de Delfina Muschietti en Radar Libros, las intervenciones de Ana Porrúa en Punto de Vista y en la Universidad de Mar del Plata y el efecto de confirmación producido por la campaña reactiva de La Guacha. A lo que se suma una serie de definiciones más o menos programáticas de algunos involucrados, entre las que me parece especialmente significativa la reseña de Alejandro Rubio sobre Culo criollo de Rodolfo Edwards en Diario de Poesía. (i)

Espero que se entienda, por lo tanto, que, cuando digo “los Noventa”, no pienso en Jaime Arrambide ni en Osvaldo Bossi ni en Adriana Fernández ni en Emiliano Bustos, ni en Roxana Páez ni en Eduardo Ainbinder ni en Andi Nachón, aunque hayan empezado a publicar después de 1990 (y aunque a algunos los mencionen Helder-Prieto, Muschietti o Porrúa). Tampoco en Silvio Mattoni, Gabriel Roel, Claudia Masin, Claudia Sastre, Walter Cassara, Pablo Anadón o Carlos Schilling; ni, pensándolo un poco, en Osvaldo Aguirre. Claro que Aguirre es objetivista, tal vez sea el más puro exponente de lo que recibió el nombre de “objetivismo” en la Argentina, pero identificar objetivismo con Poesía de los Noventa es un lugar común que de tanto repetido naturalizó el malentendido que le dio origen: aunque haya una evidente continuidad entre ambos fenómenos, el objetivismo –hablo de los tres o cuatro primeros libros de Samoilovich, de Bielsa, del Tedesco de Paisajes, de Taborda, de Prieto, de Gabriela Saccone, de los primeros tiempos de Vignoli, de la mayor parte de lo que Helder publicó en libro y, en algunos aspectos, de Fondebrider– implica una poética tentativa, incierta, mientras que el noventismo muestra moverse sobre terreno seguro, con despreocupación. Por más devastado y/u opaco que se presente, es un terreno cierto, está ahí, no parece haber nada que preguntarse sobre su existencia o sobre qué hacer con eso, es lo que hay.

“¿Es lo que hay?” parecían murmurar los objetivistas, “es lo que hay” dan por sentado Los Noventa, no sé si divertidos o desafiantes o hastiados. No es el caso ahora de indagar si tienen algo que ver las distintas atmósferas culturales en que podrían haberse formado unos y otros, sino de notar una diferencia que, aun cuando no falten posturas intermedias, me parece decisiva: en unos, una radical inseguridad en la visión que busca captar lo que irrumpe ante los sentidos como quien teme que se desvanezca o que no sea lo que parece, y como si en esa captación buscara evitar su propia disolución, y correspondientemente una relación muy insegura, conjetural, con el lenguaje; y en los otros una seguridad y una soltura notables, “juveniles” –son “animosos” y “ágiles”, al decir de Prieto y Helder–, tal vez porque ya sepan que no hay nada que preguntarse o decidieron que no vale la pena. Claro que, si lo veo así, tampoco Fabián Casas entraría cómodo en “Los Noventa”, ni el Daniel Durand de La maleza que le crece, ni menos aun José Villa.

Casas con su soterrado sentimentalismo, su azoramiento ante el espesor casi impenetrable de la experiencia y su un poco tuñonesca y un poco beat nostalgia de aventura y de absoluto, Villa con su lirismo casi panteísta, su gusto por la palabra delicada: formaron parte ambos, como Durand, del grupo de 18 Whiskys, cuando allá por el 90 ó el 91 irrumpió –es verdad que a partir de una valoración de la poesía objetivista, pero también del descubrimiento de la herencia sesentista que en general neorrománticos, neobarrocos y objetivistas habían confinado al museo de los desaciertos– una poesía más resuelta y vital, dispuesta a hacerse cargo de los elementos del mundo y el lenguaje realmente existentes con los que la poesía más notoriamente existente por ese entonces no sabía qué hacer (o no quería hacer nada). Mucho más en los poemas mismos que en las declaraciones, se abría paso una necesidad de rebobinar hasta un punto anterior, a algo que neobarrocos y objetivistas daban por agotado: la poesía entendida como “experiencia poética”. Lo que importa es aquello que se vive durante la lectura y, correspondientemente, una poesía capaz de emocionar o conmover: lo que mayoritariamente se esperaba de la poesía en los cincuenta y los sesenta. Ofrecer no operaciones de lenguaje, reflexión escandida ni guiños a los colegas o a la crítica sino sensaciones, vivencias, impresiones, “accesos”, a cuya concreción la escritura se subordina. El poema como un acontencimiento no menos vital que intelectual o estético, en cierto modo como una revelación, y aunque el trabajo con la palabra importa, y mucho, importa sobre todo en tanto es capaz de producir ese efecto, lo que a la vez implica negarse a dar al espectáculo escriturario un lugar protagónico o excluyente en la concepción de lo poético.

Tenían razón Helder y Prieto cuando en el ensayo de Punto de Vista citaban para corregirlo mi prólogo a Poesía en la fisura. “La poesía que está surgiendo”, había escrito yo, “es aparentemente más ‘sencilla’ y ‘directa’, no teme parecer ‘vulgar’ o ‘prosaica’ y renuncia a los hermetismos, los juegos de palabras, los eufemismos y los rodeos, a riesgo de caer en la simpleza, la insignificancia y la literalidad”, a lo que ellos respondían: “La verdad, no vemos que renuncien a nada, y menos que menos a los juegos de palabras –frecuentemente montados en alusiones sexuales–; por el contrario, es la atención a las minucias del lenguaje casi lo único capaz de volverlos, en cierta manera, animosos, ágiles y felices. La impresión de cosa-viva que dejan muchos poemas no se debería tanto a los contenidos de la representación cuanto a que se reconoce en los elementos verbales fuerzas cuya acción combinada determina el sentido, eso que cambia y dura en el tiempo como una identidad de la lengua. En otras palabras, dinamismo, energía, vida.” Al margen de la euforia marinettista o publicitaria de la última oración, lo que Helder y Prieto puntulizan es importante, entre otras cosas cuando reconocen que, en el año en que fue escrito, mi prólogo “no podía tener la perspectiva que tenemos ahora”. Poesía en la fisura apareció en 1995, cuando no había versos animosos, ágiles ni felices por ninguna parte y a nadie se le podía ocurrir un nombre como “Belleza y felicidad” para un grupo de poetas; cuando Rubio, Llach,  Mariasch y Gambarotta eran todavía asístentes al taller de Carrera y Helder o por ahí andaban; cuando Santiago Vega no se había reinventado en Cucurto y escribía parecido a Casas, en poemas precisos y breves, dedicados amorosamente a registrar modestas y casi milagrosas epifanías en el rodar de una botella de plástico o en la luz de una fotocopiadora. De Giannuzzi y Pound a Osvaldo Lamborghini y Reynaldo Arenas: ahí mete su traviesa nariz de perverso polimorfo el espíritu neobarroco (ii), en cuyo rechazo habían surgido 18 Whiskys y Edwards.

De la existencia de dos momentos en “Los Noventa” (uno tentativo y otro extremo) también da cuenta, desde otro ángulo, la reseña de Rubio: en tanto Edwards vería “el centro de la actualidad” como “un bloque impenetrable”,  “los que penetran el bloque son poetas más jóvenes y menos ambiguos en su rechazo a los sesenta”. Y “los sesenta”, siguiendo el argumento de Rubio, se resumen en Alfredo Carlino, que a su vez significa “la pereza mental del que tiene todo claro” (iii). Dejando para otro momento el interrogante sobre qué habrá leído Rubio cuando leyó a Urondo, a Gelman o a Szpunberg, no era precisamente pereza mental ni claridad lo que Edwards o Casas fueron a buscar a “los sesenta”, sino aire respirable, un lenguaje un poco menos lastrado por los protocolos de lo que Barthes llamó “literatura” (y Borges, citando a Verlaine). Le pidieron a “los sesenta” lo mismo que “los sesenta” encontraron en Vallejo: “un timbre humano, un latido vital y sincero” (iv). Qué hicieron con eso es otra cuestión, o hasta qué punto era productiva la apuesta, aunque en un aspecto puede decirse que lo fue: permitió replantear, al menos por un tiempo y entre alguna gente, el panorama, o lo que se entiende por “poético”; hizo posible poner en duda o desconocer lo que institucionalmente se daba por seguro, volvió a desbaratar la recurrente superstición progresista según la cual a partir de determinado momento ciertas cosas sólo caben en la historia o el museo, en tanto otras habrían quedado instaladas sin retorno.

 

3) Aunque la pregunta de Selma Cohen no lo manifieste, algo en su formulación –especialmente el rol que le asigna a la parodia– me lleva a vincularla con una serie de voces de alarma que suscitó la difusión del noventismo, por ejemplo en los editoriales de Hablar de Poesía y en algunos trabajos de su director y su editor, o en algunas notas de Fénix o en el prólogo de Pablo Anadón a su antología Señales de la nueva poesía argentina. Alarma ante un agotamiento, una desvirtuación, un envilecimiento y/o una impostura que aparecerían dominando el escenario, pero una alarma que suele conllevar, un poco menos explícitamente y en diversos grados, una nostalgia y/o una necesidad de restauración de un orden, una dignidad o una belleza perdidos, o sacrificados en el altar de la obediencia a tiempos esencialmente antipoéticos, a menudo asociados en estos enfoques a la palabra “parodia”. Aunque la irrupción noventista la potenció, se trata de una reacción que viene de antes: estamos, postulaba Ricardo Herrera en La hora epigonal (1991) “en una realidad que parece dejar margen sólo para la parodia” y en la cual “se hace díficil pedirle a la poesía una vibración de eternidad que no vaya puesta entre comillas, pero habrá que hacerlo –tal vez con la misma cautela y discreción con que Cervantes esbozó su concepción de la heroicidad después de la rotunda bancarrota de la misma en la España del siglo XVII.”

Suponiendo que Herrera se refiera al Quijote cuando dice que Cervantes esbozó su concepción de la heroicidad, ¿no está reconociendo justamente que Cervantes necesitó recurrir a la parodia para hacerlo, porque de otro modo no se sostendría? ¿Que se volvía necesario destruir –desconstruir– la noción de heroicidad para mantenerla viva, casi siguiendo la fórmula de Lamborghini? ¿No se le ocurre que ponerla entre comillas sería una de las maneras menos impostadas, ingenuas o hipócritas de instalar en estos tiempos una “vibración de eternidad”? No puede, probablemente, porque no entra en su programa: “rencor”, “rabia” y “desprecio” es lo que Herrera alcanza a ver, en una línea casi ininterrumpida, como elemento común de una tendencia desacralizante que uniría al sesentismo y el objetivismo, pasando por lo que llama “antipoesía” y “formalismo”, sin siquiera preguntarse, aunque fuera como hipótesis, si no podría haber en esas experiencias otra cosa que no fuera rencor, rabia o desprecio, o capaz de interactuar con el desprecio, el rencor o la rabia. (v)

 

5) A principios de 2005, creo empezar a advertir indicios que modificarían un poco el panorama de 2002, por ejemplo cambios que flexibilizan algunas de las voces que aparecían más definidas (Mallol, Llach), un pequeño debilitamiento de los consensos y la entrada en escena de poetas que no encajan en las opciones de entonces. No sé si tiene que ver el fin del imperio de la creencia en el fin de la historia (esa reacomodación de las subjetividades, ese no estar del todo en ninguna parte, que suceden a un cataclismo cultural), pero me da la impresión de que en la poesía argentina las cosas están más sueltas que hace tres años, menos determinadas, se habría extendido en algo el espacio para escribir fuera de programa. Pero es apenas eso, una impresión.

 

5) Lo hice ya varias veces, pero tan significativa me parece aquella temprana definición de Aira que no puedo no citarla de nuevo. Apareció en 1981 en la contratapa de Ema la cautiva: “una pasión nueva, la pasión por la que pueden cambiarse todas las otras como el dinero se cambia por todas las cosas: la Indiferencia”. En vez de blindar la rosa, como querían muchos sesentistas, allá por el quinto año de la dictadura hubo que blindar la escritura, impermeabilizarla o inmunizarla ante lo que la pudiera solicitar, tal vez para darle alguna posibilidad de ser –cómo moverse sin coraza en un aire como el de la Argentina del 81–, o tal vez porque la sensibilidad parecía no dar para más o se había convertido en coartada para cualquier cosa, o así lo sintieron Aira y algunos más; precisamente los que mejor supieron abrir los más novedosos rumbos por los que transitó la literatura que vino después, cumpliendo así la función que les correspondía en tanto vanguardia.

Sensibilidad cero, un grado cero donde hacer pie y desde el cual todo parece posible, un punto de partida. Desembarazarse de una carga para que alguna productividad se desate, alivianada y dotada de una nueva soltura, de nuevos derechos. Lo que la indiferencia tiene de descompromiso puede tenerlo de libertad, de apertura de horizontes, de posibilidades de juego, y hasta de apuesta a una relación desalienada entre el texto y el lector, según las mil veces citadas declaraciones hechas en 1980 por el maestro de Aira y jefe espiritual de Literal, Osvaldo Lamborghini: “¿Cuál es el gran enemigo? Es González Tuñón: los albañiles que se caen de los andamios, toda esa sanata, la cosa llorona, bolche, quejosa, de lamentarse (...). Es decir, que los escritos tienen que valer por el sufrimiento que venden y por las causas nobles de ese sufrimiento.”

No ofertar sufrimiento al mercado de lecturas fáciles o complacientes, entonces, no ofertar afiliación a causas nobles o portación de buenos sentimientos, pero esa es sólo la mitad de la idea; la otra está condensada en la bien vanguardista fórmula “el gran enemigo”. Tiene mucho que ver con el carácter de instrumento de guerra con el que fue concebido, especialmente en Literal, el cuerpo principal de las poéticas que voy a llamar “ochentistas”. Ocurrió muchas veces: aquello mismo que, tomado como punto de partida o como disparador, abre posibilidades y despeja malentendidos o jugarretas, convertido en norma o parámetro cierra y prohibe, a la que vez que modela, impone, dicta, sanciona, santifica. El propio concepto de “literatura” o la idea de qué se puede esperar de la literatura cambió en los ochenta, pasó a ser otra cosa muy distinta, al menos para muchos integrantes del campo literario, pero basta apartarse un poco del consenso establecido en torno de la inexorabilidad de esa mutación para advertir que se trata de una posibilidad como otras, no por inusitada o disruptiva menos coyuntural ni limitada, aunque sí limitadora en tanto queda instituida como medida de valor. Un aparato de “órdenes de lectura” (son palabras de Antonio Marimón) se abre paso junto con la productividad textual y, al imponerse como se impuso, funciona como suelen funcionar las vanguardias en el poder: nada que les resulte ajeno entra en el campo de lo que se puede llamar “literatura”, todo lo que participe de la onda viene ya con un handicap alto, aun pavadas o imposturas que, si no contaran con esa autorización, nadie iba a considerar seriamente.

El costado interdictor, instalador de tabúes: la descalificación a priori de toda puesta en juego de sentimientos o de todo texto que no excluya evidentemente cualquier ejercicio de alguna sensibilidad, sobre todo de carácter social, la identificación automática de la sensibilidad, los sentimientos y la preocupación social (o un mínimo indicio de simpatía hacia alguna ideología más o menos emancipadora) con la chapucería que vende sufrimiento o busca rédito en las causas nobles, su confinamiento en los anaqueles de la ingenuidad, la estupidez o lo extraliterario (vi). Y el costado avalador, facilitador: el hoy olvidado boom de Emeterio Cerro, la “tontería para consumo de café concert de gays”, según las palabras que usa Fogwill para distinguir por dónde “se puede trazar el límite entre qué es y qué no es literatura”, y de paso percibir “lo que diferencia a Arturo (Carrera) de Cerro”. Casualmente o no, en Cerro y Carrera se podrían ver dos extremos –el más y el menos típico, respectivamente, el más y el menos programático y autosuficiente– de lo que en Argentina fue el neobarroco. Es buscando para la poesía un espacio donde no importen esas órdenes de lectura, precisamente, que irrumpen los primeros noventistas, más por falta de interés en la oferta que por querer mostrarse diferentes. Con los noventistas más jóvenes, en cambio, las relaciones con la institución se han vuelto más flexibles, mutuamente respetuosas y cercanas, entre otras cosas porque la propia institución cambió.

 

6) El hecho es que, por coincidencia o porque pueda darse una relación causa-efecto, la presencia de lo político y lo social es cada vez mayor en la poesía argentina de los últimos cinco o seis años (Tedesco, Fogwill, Bellessi, Cella, Raimondi, Gambarotta, Aguirre, Chacón, Gaya, Medrano, Díaz, Edwards, Bustos y hasta, más tangencialmente, Carrera), pero dentro de esa reaparición lo más singular es cómo se presenta en algunos de los poetas más paradigmáticamente noventistas (y dejando de lado Poesía civil, de Raimondi, que es un caso muy particular): no, como en Bellessi o Tedesco, como fuente de inquietud o como núcleo de significación que pone en movimiento a la escritura, sino como provisión de elementos para una profusa y pintoresca coloración referencial en la que los poemas parecen encontrar su principal sostén –“Arnaut en Cachaca” es un ejemplo claro–, y que incluye tanto a políticos, personajes sociales y figuras históricas como a estrellas de TV, futbolistas y, muy notoriamente, nombres de integrantes de la comunidad literaria local, incluidos los propios compañeros de promoción noventista, a la manera de guiños a la complicidad de un cierto público. ¿Se trata de “penetrar el bloque de la actualidad”, como si constituyera un fin en sí mismo? ¿Son, efectivamente, guiños generacionales y/o para la corporación? Si lo fueran, ¿a qué responde la cortedad de miras que estarían indicando? ¿Obediencia a un programa? ¿Tentativa de probar qué pasa cuando el proyecto se extrema? ¿Dejar sentado que aspirar a otra cosa es –o se ha vuelto– imposible, vano, ilusorio, dadas las condiciones de la época?

Tal vez, y tal vez junto con las otras posibilidades, la operación consista en mostrar, en actos de mostración, como lo entienden Nicolás Rosa y Carrera cuando vinculan la palabra “monstruo” a  “mostrar espectacularmente”. Lo monstruoso y lo espectacular, un obligar a ver no lo invisible sino lo que está muy a la vista, un dispositivo de saturación que impida el ensueño o la extrañeza y hasta quizá un ejercicio de violencia sobre el lector para que se las aguante y se haga cargo, como lo viene haciendo una franja de las artes plásticas desde el pop art en adelante (con antecedentes ya en Duchamp). O bien, o a la vez –no son propuestas contradictorias– un esteticismo avant garde: lo banal y seriado, lo que no encierra sorpresa ni revelación, presentado como objeto estéticamente dispuesto a una apreciación sofisticada es algo que tienen en común el pop art y poetas del segundo “noventismo” argentino como Cecilia Pavón. Intervención shockeante por mostración, o estetización mediante una mirada y un pensamiento libres de drama existencial: como sea, nunca, desde el mingitorio de Duchamp, dejó de mediar una voluntaria fé del espectador (más en el artista o en el espacio artístico que en la obra), una previa donación de confianza o delegación de autoridad, que en el arte pop o conceptual suele basarse en la publicidad, en la moda o en el aparato de la teoría y la crítica, o incluso –en el caso de León Ferrari, por ejemplo– en una visión ingenuamente extra-artística, “contenidista”. Habría que pensar qué sería necesario para que en la poesía se diera algo así.

 

7) Siendo, como es, un punto extremo en la obra de Lamborghini –pero no el único punto extremo–, está claro hoy que Carroña no abrió ni cerró nada en esa obra siempre cambiante y siempre imprevisible, ni mucho menos marcó algún punto de no retorno en el resto de la poesía argentina actual ni parece haber tenido efecto alguno en ella. Sí, en cambio, quizá permita ratificar que L.L. siempre va más lejos y más a fondo que sus seguidores. Si su antilirismo, su trabajo con la impersonalidad y su gusto por lo grotesco y lo irrisorio despejaron el camino a muchos de los que escriben actualmente, el propio Lamborghini actúa como si cualquier camino despejado le resultara intransitable, y esa es justamente la actitud que lleva al colmo y pone a la vista cuando hace Carroña. No veo que haya muchos, y menos aun entre los seguidores de Lamborghini –salvo quizá Fogwill–, que se haya propuesto algo así: destruirse a sí mismo, boicotear cualquier tentación de tomarse muy en serio. Creo que Lamborghini puede hacerlo porque es una máquina que trabaja sola, respondiendo a sus propias obsesiones o a lo que le manda hacer el encuentro con la letra. No tiene lectores ni críticos a los que debe responder: los crea. No busca representar a la época, estar actualizado, hablar en nombre de una generación o fundar nada. No me parece que sea como tarea militante, para dar cuenta de un acontecimiento histórico ni para revolucionar la escritura poética argentina que a mediados de los 50 asume el peronismo en Las patas en las fuentes, sino porque hace caso a la sensación de que hay algo –una fuerza profunda, un conglomerado de significaciones– que necesita abrirse paso y encontrar un campo de despliegue en la selva del lenguaje poético, o del lenguaje a secas. Nunca en las reflexiones de Lamborghini aparece el rol que ocupa o la tarea que cumple: siempre se trata de obedecer a una suerte de fatalidad, de no desconocer lo que pugna por manifestarse y como tal choca con los clisés y las poéticas aceptadas. (vii)

 

Coletazos

i) Por la elección de autores y textos y por el propio prólogo de Carrera, no me parece que la antología Monstruos entre en la serie. Sí, en cambio, los ensayos que Anahí Mallol reunió en la segunda parte de El poema y su doble, aunque con la particularidad de que el trabajo de Mallol llega bastante después, cuando el consenso está asentado, tanto que hasta anuncia que “la poesía de los 90 ya fue”. Y aunque el gesto confirma y contribuye a instituir el relato (“ya fue, porque fue importante, porque logró articular una manera propia de decir”), las consideraciones que los ensayos van haciendo ponen explícitamente en cuestión varias de las cosas que sostienen Helder-Prieto y Porrúa, se oponen a Rubio al postular la existencia de “un nuevo lirismo” y someten todo a una mirada más insegura, relativa e interrogante, dejando un mayor espacio abierto a nuevas consideraciones. En cuanto a “Poesía argentina actual: del neobarroco al objetivismo (y más allá)”, de Edgardo Dobry, el problema es que, aunque cita a "Boceto Nº 2” y aparenta estar en línea con sus autores, pasa por alto una gran parte de las matizaciones y los contrastes que Helder y Prieto plantean, hasta el punto de contradecirlos –la contradicción es aun más fuerte con Mallol– al encuadrar a toda la poesía de los noventa dentro del objetivismo y considerarla apegada a la literalidad referencial y lanzada a una ruptura radical con el neobarroco. De todos modos, Dobry y Mallol concuerdan con Helder-Prieto, Muschietti y Porrúa en dar por sentado que no existe poesía escrita en la Argentina en los 90 fuera del cuadro que describen (o, si la hay, no merece atención). “Los poetas nacidos durante los 60 reaccionan visiblemente contra esa estética (el neobarroco)” escribe Dobry. ¿Todos los nacidos en los 60?

 

ii) Más que referirme al neobarroco estrictamente, aunque abarcándolo, uso el término como sinécdoque de un movimiento mayor, que también llamo “ochentismo”, cuyo primer paso importante habría sido Literal y que incluye al menor de los Lamborghini, Aira, el neoconcretismo, la antología Nuevo verso argentino, la tendencias literarias y los nombres de autor predominantes en Vuelta Sudamericana, Fin de Siglo y el suplemento literario de Tiempo Argentino, algunos tramos en el pensamiento de Ludmer, Rosa, Libertella y Martini Real, los espectáculos del Parakultural o los dos libros de poemas que Fogwill quitó de su obra y algunos de sus cuentos. Algo así como una ideología (paradojalmente, reactiva contra cualquier ingerencia de lo ideológico en lo literario), una actitud anterior a la escritura o subyacente en ella –y en la lectura a que apunta– que implica dar prioridad a algunos valores y descartar otros: juego, gratuidad, inmanencia, amoralidad, atención puesta en la superficie textual y en los procedimientos, revalorización de la retórica, gusto por lo menor y lo trivial, lo ambiguo y lo instrascendente, rechazo de la intensidad y el vitalismo, una moral que positiviza el exceso y la transgresión. Si es evidente una aun más festiva reactualización de esa herencia en Cucurto o Belleza y Felicidad, también contrasta la destreza de Cucurto para divertir y mostrar habilidad, suficiencia y gracia con la desvalida capacidad de sorprenderse e indagar por alguna posible significación en las cosas que pone en juego Gambarotta en Seudo y su trabajo con el silencio y la incompletud, como para advertir que, aunque la reinstauración del neobarroco es un rasgo del noventismo “más joven”, no por eso lo define.

 

iii) Lo que Edwards encuentra en Carlino, y es evidente que no tanto en los poemas que escribe Carlino como en la persona que aparece recitándolos (su poesía es apenas un aspecto de esa suerte de performance permanente que es Carlino), es una robusta y comunicativa energía vital que en el ambiente literario falta, una afiliación clara a la cultura popular entendida como modo cotidiano de vida, la ausencia del gesto cínico o del ademán de “estar por encima” que Edwards conoció a su paso por la carrera de Letras, la falta de recelo. En algunos aspectos Edwards lo encuentra también, y con más peso en su producción poética, en los tres Fernández Moreno, sobre todo en los dos últimos, y el descubrimiento de Manrique Fernández Moreno es algo que comparte con Helder. Pero Helder lo incorpora a una política de conquista y transformación de la institución “poesía”, de la que Edwards sólo quería desprenderse, quizá en busca –y quizá ingenuamente– de un espacio menos acotado o especializado de circulación de los textos que permitiera un encuentro menos especulativo y más inmediato entre el texto y el lector. En el marco de ese solitario combate a la vez estético y político, sería quizá posible leer “Los pichones de Morrison” como una respuesta a Rubio (y a su grupo) en la que Edwards entendería que es la lucha de clases lo que decide la interna de su generación, que a su vez no pasaría por la posición asumida ante el campo literario sino ante la sociedad toda: “no sé qué pasa con estos hijos de psicólogas/ que patean el tablero/ como ungidos por altísima misión/ estrenan sus botines nuevos/ apuntando el balón a la joroba/ de ancianas comadres de barrio/ padres y señores/ de nuestros campos arrasados/ por sus palabras limpias y eufónicas/ con sonido digital/ por su simpatía a prueba de garrote/ hegemónicos como atenienses/ tiran la piedra y esconden la mano/ denuncian los atropellos de sus guardaespaldas/ defienden los derechos de sus esclavas/ ante las instituciones republicanas/ (...) los pichones de Morrison/ pintan naturalezas muertas/ logran la más acabada forma de realismo/ negocian/ trascienden/ (...) // nuevamente en la historia/ son ellos/ o nosotros”.

No sé si no ver incluso una polémica tácita entre el texto de Rubio y la contratapa a La ruptura, de Ezequiel Alemián (1997), donde Casas aprovecha para arremeter contra “cierto facilismo que se ha instalado en la joven poesía argentina a la hora de escribir poemas largos. Poemas kilométricos que, como en una feria americana –y en un zapping vertiginoso similar a la estética de MTV–, contienen tanto a Lucho Avilés como a Black Francis, de los Pixies”. No precisamente en la cuestión de la extensión estaría la polémica sino en las expresiones “feria americana”, “zapping vertiginoso”, “estética de MTV”, “Lucho Avilés” y “Black Francis, de los Pixies” y en el anuncio de que detrás de todo eso hay “facilismo”. Y hasta, no sin malevolencia, no sé si también no verlo en el comentario de La experiencia de la vida, de Leónidas Lamborghini, que Casas publicó en Diario de Poesía en el 2004: “La tragedia de los Lamborghini. Un hermano –Osvaldo– que tiene que orbitar el modelo –Leónidas– como los bichos de campo revolotean en torno de un gran farol”. Si por la valoración de Osvaldo Lamborghini pasa, en buena medida, la línea divisoria entre la primera y la segunda mitad de Los Noventa, Casas parece dispuesto a delimitar los campos: “Hoy en día es probable que Osvaldo Lamborghini sea más ‘popular’ que Leónidas. Autor de una obra muy irregular, parece más bien un puro estilo que un pathos poderoso. Una obra astillada, atomizada, hecha más para ser resumida en breves slogans, que para ser leída con admiración y en silencio. (...) Pero es verdad, la obra de Leónidas no tiene el ‘glamour’ de los textos de su hermano.” Ahí, en la actitud hacia el glamour –el de O.L. pero también el glamour en general– habría una diferencia tajante entre el núcleo más característico del primer noventismo y gran parte del del segundo. Y también en la posición a tomar ante nociones tales como “puro estilo”, “leer con admiración y silencio” y “pathos poderoso”.

 

iv) “Hemos sentido una ausencia de entusiasmo que se manifiesta en una escritura hermética”, decía Osvaldo Bossi, en la época en que integraba 18 Whislys, de quienes los precedieron y a quienes llamaba “poetas del setenta”. “No nos identificamos con los poetas del setenta. No es culpa de ellos. Son otras las cosas que nos reflejaron: el rock, los comics, incluso los programas de televisión. (...) Se ha dicho que algunas generaciones vienen de una derrota. Nosotros ya no sabemos si somos nietos o bisnietos de una derrota. Si alguna función tiene la poesía en la sociedad, tal vez ésta sea mantener el sueño, el deseo, la esperanza de cambiar el mundo cueste lo que cueste con hechos vitales y esenciales". Se puede estar de acuerdo o no, lo importante es que ahí aparece una necesidad, y es la irrupción de una necesidad lo que mejor suele desbaratar los consensos, en este caso el que incluía a neobarrocos y objetivistas en torno de una poesía hiperliteraria. Que lo que Rubio ve en los sesenta y en el interés del primer noventismo hacia los sesenta no sea una necesidad de “hechos vitales” sino la pereza del que tiene todo claro implica una repetición de la historia, porque se parece a la visión de los sesenta que tenían los ochentistas: "escribimos en un lenguaje sin despotismos", decía Arturo Carrera para explicar qué aportaba el neobarroco.

Lo que me pregunto, de todos modos, es en qué sería inconciliable el rescate del “sesentismo” con la entrada en el “bloque de la actualidad”, y por qué alcanzar la actualidad sería tan importante para la poesía. Dejo de lado que la palabra “actualidad” no designa al inaprehensible tiempo presente sino al variado friso móvil que dibujan para nosotros los diarios, la radio, la televisión y las revistas, y acepto que se refiera al mundo concreto e inmediato en que nos movemos, con sus problemas y contradicciones diferentes de los de otras épocas, a la vida que se está viviendo realmente, sobre todo la que vive realmente la gente de entre veinte y cuarenta años. Sea ese el sentido que le da, o los dos, el hecho es que acceder a su “centro” aparece como más que necesario en el texto de Rubio, que a su vez empalma con otras afirmaciones suyas y con algo que me contaron que dijo Gambarotta: “yo leo a los clásicos, leo a mi generación”. ¿Qué se está proponiendo, quiero decir, cuando se pone tanto el acento en la función “actualizar”? ¿Ser capaces de mirar lo que uno tiene adelante, lo que sea, sin negar nada, asumir la escena, como quien asume un desafío o se hace cargo de lo ineludible, tal vez para desentrañarlo? ¿O significa más bien aceptar el paquete tal como a uno se lo dan, ser su vocero, no incurrir en pecado de anacronía o desubicación? Si leo la mayor parte de la poesía de Rubio o Gambarotta diría que lo primero, pero diría que lo segundo si leo algunas de sus declaraciones o voy a lo que escriben otros noventistas, por ejemplo Morfes o Timo Berger, o el Llach de “Joda y Espiral” y “Arnaut en Cachaca”.

Supongamos que no son dos opciones excluyentes, porque efectivamente no lo son (es muy fácil pasar de una a la otra y hasta leer un mismo texto como si respondiera a cualquiera de las dos). ¿Por qué requerirían limpiarse de sesentismo? ¿De qué estaría haciendo falta desprenderse? ¿De una disconformidad con lo que hay? ¿De una distancia? ¿O de un apego ingenuo o pulsilánime a un modelo caduco? Ni en Edwards ni en Casas ni en Villla ni en Durán –hablo de sus poemas– encuentro indicios de ese apego, y en cambio sí una falta de adecuación temporal, como también la presentaban los sesentistas, al menos los mejores, respecto de su época, y que desde el romanticismo en adelante es propio de la mayor parte de la poesía, dadas las altas posibilidades que ofrece al producir una relación crítica entre la subjetividad poética y el presente. No sólo en lo ético o lo ideológico sino también, y sobre todo, en función de una productividad literaria, en tanto, al ver la actualidad desde afuera –en realidad desde adentro y afuera a la vez– la visión se complejiza o enriquece.

¿No es consustancial a la poesía una cierta inadecuación con el mundo en que se mueve y hasta una incapacidad de comprenderlo, un no saber moverse bien? No, no lo es, ni tendría por qué serlo, aun cuando la mayor parte de la poesía moderna suponga esa actitud, ni sé si realmente eso es lo que Rubio llama a sacarse de encima. Y tampoco sabría decir qué quiere realmente: teniendo en cuenta que en su nota hace cosas como incluir dentro de la poesía popular a la gauchesca, emplear los términos “popular” y “populista” como si fueran sinónimos y considerar “populista” al sesenta, hay motivos para cuando menos abstenerse de sacar conclusiones firmes sobre lo que dice, porque vaya uno a saber a qué se estará refiriendo. Lo significativo es otra cosa, el ademán, la operación misma: ellos, los de antes, se hacían demasiado problema con cosas que a nosotros, jóvenes animosos, realistas y despreocupados, no nos inquietan, somos una nueva generación, somos libres.

Huele a fascismo y a neoliberalismo, si se me permite exagerar, y suponiendo que eso que estoy creyendo ver en el trabajo de Rubio esté, que no lo inventen mi imaginación o mis prejuicios. Pero supongamos que está, que Rubio anuncia el advenimiento de una libertad sin límites –que coincide bastante con la desprejuicidada capacidad de hacer lo que se les dé la gana que habrían conquistado, según Prieto y Helder, Los Noventa–, supongamos que hay poetas que ven la actualidad como una propiedad a explotar, no un problema ni un enigma, supongamos todo eso para avanzar un paso más y dejar plantado un interrogante: qué se pierde al mirar las cosas desde el absoluto presente, o, más aun, desde la creencia de que eso es posible. Acaso ayuden a encontrar una respuesta Prieto y Helder: “En las (poéticas) de ahora no hay, previsiblemente, ningún tipo de idealismo: la piedad y el pudor no cuentan para nada. Se los sabe por lo demás agentes de restricción en todos los niveles.” ¿Piedad y pudor equivalen a idealismo? ¿Y únicamente como agentes de restricción se los puede ver? Y aunque lo fueran, ¿no saben Prieto y Helder –sé que lo saben– que no hay escritura poética que para desencadenarse no necesite de una restricción?

 

v) No seré yo quien le reproche a Herrera que salga a defender los valores que le importan o que le enojen las políticas de imposición de la novedad o la sujeción del pensamiento y la creación a la conveniencia del momento: lo que estoy tratando es de exponer las limitaciones de una actitud que, en su atrincheramiento defensivo, cierra, paraliza y vela tanto como protege. Los profesionales del desdén y la burla sin duda existen, y son muy activos, tienen prensa y cátedras, y el ácido esterilizante de su mala leche contamina buena parte de lo que se escribe y se piensa en la Argentina, pero no necesariamente hay que ubicar en esa movida –al margen de lo que ellos mismos opinen– a todos los que asumen el desencanto o la falta de resonancias como un suelo a explorar, un material a trabajar o un nuevo punto de partida.

El problema, como suele ocurrir, es la imposibilidad de leer (si leer es algo distinto que volver a encontrar lo que ya se encontró, de gratificarse con su ratificación), una incapacidad programática de atender a aquello que podría estar proponiendo cada texto, al margen de la propuesta poética que argumente para justificar su existencia, e incluso de advertir las razones de ser y las posibilidades de poeticidad de las propuestas mismas. Replegarse en un patrimonio que se domina o con el cual uno se identifica puede impedir el acceso a formas de poeticidad hasta ahora desconocidas o descubrir qué puede tener de interesante o productivo aquello que no concuerda con lo que hasta ahora uno llamaba “poesía” o “belleza”. O descubrir que, aunque un texto no tenga los valores que nos permitían apreciar otros textos, podría tener otros que no se nos había ocurrido considerar.

“Si no está lo que a mí me interesaba antes de leer, no vale”: una lectura previa a la lectura que, si se mira un poco, es bastante simétrica al entusiasmo acrítico con que presentan el noventismo Helder-Prieto o Muschietti y al aun más acrítico consenso que rápidamente obtienen, como si ambas posiciones se necesitaran una a la otra, o se reforzaran. Es notable hasta qué punto, con preferencias antagónicas, el prólogo de Anadón y el manifiesto personal que Rubio escribió para la antología Monstruos –y que Anadón cita– coinciden en su diagnóstico: por un lado, arrojada y pujante (y consensuada por la universidad y el periodismo), una nueva conciencia antilírica, y por el lado contrario un asentado lirismo que se niega a desaparecer, para uno arrinconado en una resistencia poco menos que secreta, para el otro anacrónico, caduco, out.

 

vi) ¿Cómo encajaría ahí entonces “Hay cadáveres” de Perlongher? ¿Y Arturo y yo de Carrera? ¿Y “La liberación de unas mujeres” de Fogwill? Es que no hay escuela, movimiento ni tendencia a los que, al resolverse concretamente en textos, no se les filtre aquello que quieren proscribir, sobre todo en sus integrantes más talentosos. También ocurre dentro del noventismo “más joven” con un poeta como Martín Rodríguez, tan emblemático por la gestualidad desafiante que adopta al recitar, por el uso de un lenguaje aparentemente sencillo y directo, porque escribe “mear”, “pedo” o “culo de gallina” o por la recurrencia al tópico generacional de la familia y la infancia: lo sorprendente, lo distinto en Rodríguez, es que, tanto o más que como temática, lo infantil aparece como visión sorprendida ante el enigma de un mundo que existe por su cuenta, y por lo tanto es expuesta en un discurso vacilante, carente de suficiencia, coloreado de tristeza y ternura, expectante y anhelante de sentido, todo lo cual remite bastante más a Gola, a Szpunberg, al primer Gelman o al primer Urondo que a cualquiera sea la poesía argentina que vino después.

 

vii) Por supuesto, Lamborghini lo hace porque es un maestro, y nadie podría esperar que todos los que escribimos seamos maestros. Si lo planteo es para hacer notar que una disyuntiva inevitable, en cierto modo irresoluble, una y otra vez se nos presenta en cada momento de la relación de cada uno y de toda la sociedad con la escritura. Qué importa más: la poesía –ese acontecimiento que sólo se produce al escribir o al leer– o la dependencia “poesía” de la institución literatura. O verifica uno las condiciones para alguna recepción favorable, así sea de un grupo restringido (casi siempre es de un grupo restringido), y después escribe o lee, o gana cierta capacidad de desoir las insistencias del entorno para escuchar un poco más lo que tiene para decir –es decir, nada– la poesía.