¿A
qué se llama paródico? ¿Sea lo que fuere, qué gravitación tiene
en la poesía que se está haciendo en la Argentina? ¿Se lo podría
entender como un síntoma de algo que puja por acceder a la palabra,
en el campo mismo de lo poético y/o en el de eso que se llama “la
sociedad”? ¿Existe, en todo caso, y llámese “parodia” o como se
llame, algo que realmente aparezca como nuevo o como distintivo
de este momento, si es que pudiera ser determinado? ¿Pierde y/o
gana algo la poesía con el cambio? Estas y otras preguntas me suscitó
un mensaje que recibí de Selma Cohen, de La Voz del Interior,
en febrero de 2002: “Estoy pensando una nota que cuestione un
poco la parodia como forma casi excluyente de escritura en la ‘nueva
poesía’. El punto de partida es pensar en la publicación de Carroña
última forma de Lamborghini como un punto culminante en el consenso
tácito que existe en un importante sector de la poesía argentina
y, a partir de allí, ver qué pasa con la ‘otra’ poesía. La pregunta
concreta sería: ¿Cree usted en la posibilidad de un más allá de
la parodia? Y, en caso de que pudiera hablarse de una ‘superación’
de la parodia, esta superación ¿tendría que ver con el ‘resurgimiento’
del sentido de la historia, después de la caída de la teoría del
fin de la historia que dominó gran parte de los '90?”
Como
la respuesta salió muy larga, mandé al diario una versión reducida,
de la que aparecieron los tramos principales, y ahí quedó el texto
hasta que, revisando archivos, pensé que podía rescatarlo, a pesar
de estar bastante datado en un momento peculiar (la efusión política
y el excitante clima de incertidumbre que se vivía en la Argentina,
la entonces reciente aparición del libro de Lamborghini), porque
los interrogantes planteados siguen pareciéndome abiertos. Lo que
tuve que agregar para dar alguna cuenta de lo que pasó o repensé
en estos tres años me pareció mejor ponerlo en forma de “notas posteriores”,
que de paso también me permitirían precisar, completar y complementar
unas cuantas cuestiones; pero durante la redacción de esas notas
fueron surgiendo apuntes, como coletazos de las cuestiones tratadas,
que también quise incluir, aun cuando se disparan en muy diversas
direcciones, hacia cuestiones más particulares o más generales,
o precisamente por eso. Así que este trabajo es a la vez uno y tres:
el texto de 2002, las notas posteriores y los “coletazos”, y en
ese orden me parece que su lectura es más eficaz: no yendo a las
notas cuando se lee el primer texto sino volviendo a él cuando se
leen las notas, y lo mismo con las notas de las notas.
Parodia
y noventismo
Si
entendemos como paródico a un texto que se sostiene en el encuentro
polémico con otro texto, que en el hecho de enfrentarse a otro texto
encuentra su energía y consistencia, no querría prescindir de la
parodia (1). En realidad, cada vez más noto que, menos por elección
que por necesidad, recurro a procedimientos paródicos, quizá cumpliendo
sin proponérmelo algún mandato de época y sin duda porque en el
trabajo de escritura fui viendo que me resultaban irreemplazables
para mantener la escritura en vilo. Lo que no implica que no me
parezca posible una escritura que vaya “más allá” de la parodia
(o “más acá”) o que directamente la omita. No sólo el uso de la
parodia no podría ser en sí mismo una garantía de valor poético
sino qué poca cosa resultaría la poesía si renunciara a aspirar
a algo más.
El
problema es que no veo que lo que llaman “la nueva poesía” (2) asuma
la parodia como forma casi excluyente ni mucho menos, aunque algunos
de esos poetas o la crítica que los atiende hayan encontrado en
ese término un respaldo teórico o aunque en algunos de los poemas
adjudicables a ese movimiento aparezca la parodia bien o mal, pero
no más que en los de poetas de otras épocas (particularmente los
60, se puede ver lo que en aquellos años escribieron Gelman, Urondo,
Giribaldi o César Fernández Moreno, además de, obviamente, Lamborghini).
Más bien me da la impresión de que lo que en la pregunta aparece
con el nombre de “parodia” es otra cosa (3): un desencanto, una
actitud que tiende a desacralizar todo hasta, en algunos casos,
no tomar nada en serio, o –avanzando otro paso– una trivialización
de la mirada y el pensamiento, una desdramatización cínica que suele
resolverse en una estética de la insensibilidad y/o una ética de
la indiferencia.
Algo
de eso hubo y hay. Es cierto que actitudes así se extendieron mucho
y quizá se hayan vuelto dominantes, o al menos las más notorias,
entre los poetas surgidos durante los 90 y para la crítica que más
se ocupó de ellos. Pero de ningún modo veo que se hayan terminado.
Por supuesto, existe gente que escribe sin responder a ese consenso,
pero siempre existió, aunque tal vez no fuera la que más se notaba,
o la que más notaban el periodismo cultural, las principales cátedras
de literatura argentina y los grupos que hegemonizan el “ambiente
poético”. El hecho es que no encuentro que el haber dejado atrás
la década del 90 implique en la poesía argentina algún cambio importante
respecto de la que se veía, por ejemplo, en el 97 o el 98, aunque,
como tampoco estoy muy atento, puede que haya algo nuevo y se me
esté escapando. (4)
En
cuanto a que se esté dando algún “resurgimiento del sentido de la
historia”, si se quiere decir que en el último año empezó a declinar
el dominio del pensamiento neoliberal en la sociedad argentina estoy
de acuerdo. Y estoy de acuerdo en que, casualmente o no, fue más
o menos simultáneamente con la entronización del neoliberalismo
que en el campo literario empezaron a ganar terreno la pose cínica,
un desdén activo hacia los valores “humanos” en general y especialmente
hacia los que tienen que ver con lo político-social –cosa que no
inventaron los “noventistas”, yo lo proponían en los 80 la movida
neobarroca o narradores como Aira o Guebel–, el gesto de suficiencia,
la valorización de la frivolidad y el desencanto como marcas de
superioridad y el menosprecio a la puesta en juego de la subjetividad
en la experiencia que la escritura propone (5). Pero, cuando digo
casualmente o no, lo digo en serio: me parece demasiado cómodo
suponer que los cambios en los principales modos de asumir la poesía
y la neoliberalización del país son expresiones de un mismo fenómeno
o se corresponden, y ni siquiera aseguraría que corren en la misma
dirección, habría que ver caso por caso y situación por situación.
Tampoco podría no sospechar que ambas cuestiones deben estar de
algún modo relacionadas, pero no me parece importante por ahora
averiguar cómo. (6)
Acaso,
efectivamente, Carroña esté tocando un fondo, esté estableciendo
un agotamiento o un punto de no retorno, al lanzarse Lamborghini
a deshacer y sabotear su propia obra. El mismo parece anunciarlo:
última forma. Parodia de la parodia, reescritura de la reescritura,
y, apenas un paso más, ya nada, la nada. Como si, después de haber
instalado con un enorme arrojo una revulsión que otros adoptan naturalizada,
quisiera destruir ese legado, ¿para evitar su domesticación? En
todo caso, Lamborghini escribió siempre y sigue escribiendo como
quien se larga al trapecio sin red, cosa que no veo que ocurra a
la mayoría de los que invocan su nombre, como suele pasar con los
maestros. ¿Se podría decir que con Carroña el propio Lamborghini
les cierra ese camino? Quién sabe. (7) Prefiero mirar cómo se presentan,
cómo funcionan y cómo se desarrollan las cosas y quizá conjeturar,
pero sin asignarles un sentido que no sé si tienen.
Notas
a principios de 2005
1)
Es verdad que en muchos diccionarios “parodia” se define como “imitación
burlesca de una obra seria”, o de un estilo o de un género, e incluso
sinónimo de “caricatura”. Cuando digo “encuentro polémico con otro
texto”, en cambio, me hago cargo de cómo el término viene siendo
trabajado por la teoría literaria desde hace varias décadas, y que
coincide con la idea que suele sostener Lamborghini (Leónidas, por
supuesto): “parodia” como “canto paralelo”, lo que no necesariamente
implica burlarse ni carecer de seriedad –aunque a Lamborghini le
encanta ejercer la burla y atacar lo que aparece como “serio”– sino
hasta puede ser un homenaje, y de algún modo siempre lo es. Una
relación de amor-odio, y tantas veces es imposible diferenciar hasta
dónde se trata de una cosa o de la otra, o no advertir que se contienen
o presuponen. En el caso de “Eva Perón en la hoguera” es un homenaje
paradójico –porque parte de subvertir o destripar la palabra oficial
de la protagonista–, pero sin duda es un homenaje ante todo. ¿Y
no se podría leer en el Quijote un homaneje a las novelas de caballería,
y en el Fausto de Estanislao del Campo un homenaje a Goethe
y Gounod?
Tanto
o más que como una operación de destitución o subversión de lo que
llama “el modelo”, Lamborghini concibe la parodia y la reescritura
como confrontación con el modelo, incluso a veces para sostenerlo
(la obra que se mira como modelo estaría necesitando ser cotejada
con su parodia, ¿alguien parodia algo a lo que no le da importancia?).
Eso por una parte, y por la otra una operación para que surja lo
que en el choque con el modelo se desata, las fuerzas que libera
el encuentro, lo nuevo o inesperado que hace aflorar. Y también
algo así como una operación ética: al modelo hay que someterlo cada
tanto a crítica, de lo contrario no funciona, ni como modelo ni
probablemente como propuesta textual.
2)
Cuando aquí digo “nueva poesía” no hablo de toda la poesía que se
viene escribiendo, ni siquiera de la mayor parte, sino de aquella
que tienen en cuenta algunos de los discursos más visibles de la
crítica periodística y universitaria cuando desde hace algunos años
anuncian “poesía joven” o “Poesía de los Noventa”, y que se supone
que responde a una serie de características que serían propias del
capítulo actual del relato llamado “Historia de la literatura argentina”.
Me refiero a un cierto conjunto de poemas, pero, tal como viene
planteada la cosa, no hay cómo considerarlos sin tener en cuenta
también una cierta lista de nombres de autor y un cierto modo de
leer esos poemas y valorar a esos autores; poemas, nombres y modos
de leer y valorar que, articulados, conforman un objeto de consideración
con peso propio, como antes ocurrió, por ejemplo, con la Generación
del Cuarenta, la Generación del Sesenta o el Neobarroco. Para decirlo
de otro modo, “Poesía de los Noventa” sería el nombre de una preocupación
que gana cuerpo entre poetas, profesores, periodistas y críticos
hacia 1998, cuando Punto de Vista publica "Boceto Nº
2 para un... de la poesía argentina actual", de Daniel García
Helder y Martín Prieto, una informada y perspicaz mezcla de indagación
puntual y visión panorámica que también funciona como manifiesto
y folleto promocional, y que van sosteniendo después las reseñas
de Delfina Muschietti en Radar Libros, las intervenciones
de Ana Porrúa en Punto de Vista y en la Universidad de Mar
del Plata y el efecto de confirmación producido por la campaña reactiva
de La Guacha. A lo que se suma una serie de definiciones
más o menos programáticas de algunos involucrados, entre las que
me parece especialmente significativa la reseña de Alejandro Rubio
sobre Culo criollo de Rodolfo Edwards en Diario de Poesía.
(i)
Espero
que se entienda, por lo tanto, que, cuando digo “los Noventa”, no
pienso en Jaime Arrambide ni en Osvaldo Bossi ni en Adriana Fernández
ni en Emiliano Bustos, ni en Roxana Páez ni en Eduardo Ainbinder
ni en Andi Nachón, aunque hayan empezado a publicar después de 1990
(y aunque a algunos los mencionen Helder-Prieto, Muschietti o Porrúa).
Tampoco en Silvio Mattoni, Gabriel Roel, Claudia Masin, Claudia
Sastre, Walter Cassara, Pablo Anadón o Carlos Schilling; ni, pensándolo
un poco, en Osvaldo Aguirre. Claro que Aguirre es objetivista, tal
vez sea el más puro exponente de lo que recibió el nombre de “objetivismo”
en la Argentina, pero identificar objetivismo con Poesía de los
Noventa es un lugar común que de tanto repetido naturalizó el malentendido
que le dio origen: aunque haya una evidente continuidad entre ambos
fenómenos, el objetivismo –hablo de los tres o cuatro primeros libros
de Samoilovich, de Bielsa, del Tedesco de Paisajes, de Taborda,
de Prieto, de Gabriela Saccone, de los primeros tiempos de Vignoli,
de la mayor parte de lo que Helder publicó en libro y, en algunos
aspectos, de Fondebrider– implica una poética tentativa, incierta,
mientras que el noventismo muestra moverse sobre terreno seguro,
con despreocupación. Por más devastado y/u opaco que se presente,
es un terreno cierto, está ahí, no parece haber nada que preguntarse
sobre su existencia o sobre qué hacer con eso, es lo que hay.
“¿Es
lo que hay?” parecían murmurar los objetivistas, “es lo que hay”
dan por sentado Los Noventa, no sé si divertidos o desafiantes o
hastiados. No es el caso ahora de indagar si tienen algo que ver
las distintas atmósferas culturales en que podrían haberse formado
unos y otros, sino de notar una diferencia que, aun cuando no falten
posturas intermedias, me parece decisiva: en unos, una radical inseguridad
en la visión que busca captar lo que irrumpe ante los sentidos como
quien teme que se desvanezca o que no sea lo que parece, y como
si en esa captación buscara evitar su propia disolución, y correspondientemente
una relación muy insegura, conjetural, con el lenguaje; y en los
otros una seguridad y una soltura notables, “juveniles” –son “animosos”
y “ágiles”, al decir de Prieto y Helder–, tal vez porque ya sepan
que no hay nada que preguntarse o decidieron que no vale la pena.
Claro que, si lo veo así, tampoco Fabián Casas entraría cómodo en
“Los Noventa”, ni el Daniel Durand de La maleza que le crece,
ni menos aun José Villa.
Casas
con su soterrado sentimentalismo, su azoramiento ante el espesor
casi impenetrable de la experiencia y su un poco tuñonesca y un
poco beat nostalgia de aventura y de absoluto, Villa con su lirismo
casi panteísta, su gusto por la palabra delicada: formaron parte
ambos, como Durand, del grupo de 18 Whiskys, cuando allá
por el 90 ó el 91 irrumpió –es verdad que a partir de una valoración
de la poesía objetivista, pero también del descubrimiento de la
herencia sesentista que en general neorrománticos, neobarrocos y
objetivistas habían confinado al museo de los desaciertos– una poesía
más resuelta y vital, dispuesta a hacerse cargo de los elementos
del mundo y el lenguaje realmente existentes con los que la poesía
más notoriamente existente por ese entonces no sabía qué hacer (o
no quería hacer nada). Mucho más en los poemas mismos que en las
declaraciones, se abría paso una necesidad de rebobinar hasta un
punto anterior, a algo que neobarrocos y objetivistas daban por
agotado: la poesía entendida como “experiencia poética”. Lo que
importa es aquello que se vive durante la lectura y, correspondientemente,
una poesía capaz de emocionar o conmover: lo que mayoritariamente
se esperaba de la poesía en los cincuenta y los sesenta. Ofrecer
no operaciones de lenguaje, reflexión escandida ni guiños a los
colegas o a la crítica sino sensaciones, vivencias, impresiones,
“accesos”, a cuya concreción la escritura se subordina. El poema
como un acontencimiento no menos vital que intelectual o estético,
en cierto modo como una revelación, y aunque el trabajo con la palabra
importa, y mucho, importa sobre todo en tanto es capaz de producir
ese efecto, lo que a la vez implica negarse a dar al espectáculo
escriturario un lugar protagónico o excluyente en la concepción
de lo poético.
Tenían
razón Helder y Prieto cuando en el ensayo de Punto de Vista
citaban para corregirlo mi prólogo a Poesía en la fisura.
“La poesía que está surgiendo”, había escrito yo, “es aparentemente
más ‘sencilla’ y ‘directa’, no teme parecer ‘vulgar’ o ‘prosaica’
y renuncia a los hermetismos, los juegos de palabras, los eufemismos
y los rodeos, a riesgo de caer en la simpleza, la insignificancia
y la literalidad”, a lo que ellos respondían: “La verdad, no vemos
que renuncien a nada, y menos que menos a los juegos de palabras
–frecuentemente montados en alusiones sexuales–; por el contrario,
es la atención a las minucias del lenguaje casi lo único capaz de
volverlos, en cierta manera, animosos, ágiles y felices. La impresión
de cosa-viva que dejan muchos poemas no se debería tanto a los contenidos
de la representación cuanto a que se reconoce en los elementos verbales
fuerzas cuya acción combinada determina el sentido, eso que cambia
y dura en el tiempo como una identidad de la lengua. En otras palabras,
dinamismo, energía, vida.” Al margen de la euforia marinettista
o publicitaria de la última oración, lo que Helder y Prieto puntulizan
es importante, entre otras cosas cuando reconocen que, en el año
en que fue escrito, mi prólogo “no podía tener la perspectiva que
tenemos ahora”. Poesía en la fisura apareció en 1995, cuando
no había versos animosos, ágiles ni felices por ninguna parte y
a nadie se le podía ocurrir un nombre como “Belleza y felicidad”
para un grupo de poetas; cuando Rubio, Llach, Mariasch y Gambarotta
eran todavía asístentes al taller de Carrera y Helder o por ahí
andaban; cuando Santiago Vega no se había reinventado en Cucurto
y escribía parecido a Casas, en poemas precisos y breves, dedicados
amorosamente a registrar modestas y casi milagrosas epifanías en
el rodar de una botella de plástico o en la luz de una fotocopiadora.
De Giannuzzi y Pound a Osvaldo Lamborghini y Reynaldo Arenas: ahí
mete su traviesa nariz de perverso polimorfo el espíritu neobarroco
(ii), en cuyo rechazo habían surgido 18 Whiskys y Edwards.
De
la existencia de dos momentos en “Los Noventa” (uno tentativo y
otro extremo) también da cuenta, desde otro ángulo, la reseña de
Rubio: en tanto Edwards vería “el centro de la actualidad” como
“un bloque impenetrable”, “los que penetran el bloque son poetas
más jóvenes y menos ambiguos en su rechazo a los sesenta”. Y “los
sesenta”, siguiendo el argumento de Rubio, se resumen en Alfredo
Carlino, que a su vez significa “la pereza mental del que tiene
todo claro” (iii). Dejando para otro momento el interrogante sobre
qué habrá leído Rubio cuando leyó a Urondo, a Gelman o a Szpunberg,
no era precisamente pereza mental ni claridad lo que Edwards o Casas
fueron a buscar a “los sesenta”, sino aire respirable, un lenguaje
un poco menos lastrado por los protocolos de lo que Barthes llamó
“literatura” (y Borges, citando a Verlaine). Le pidieron a “los
sesenta” lo mismo que “los sesenta” encontraron en Vallejo: “un
timbre humano, un latido vital y sincero” (iv). Qué hicieron con
eso es otra cuestión, o hasta qué punto era productiva la apuesta,
aunque en un aspecto puede decirse que lo fue: permitió replantear,
al menos por un tiempo y entre alguna gente, el panorama, o lo que
se entiende por “poético”; hizo posible poner en duda o desconocer
lo que institucionalmente se daba por seguro, volvió a desbaratar
la recurrente superstición progresista según la cual a partir de
determinado momento ciertas cosas sólo caben en la historia o el
museo, en tanto otras habrían quedado instaladas sin retorno.
3)
Aunque la pregunta de Selma Cohen no lo manifieste, algo en su formulación
–especialmente el rol que le asigna a la parodia– me lleva a vincularla
con una serie de voces de alarma que suscitó la difusión del noventismo,
por ejemplo en los editoriales de Hablar de Poesía y en algunos
trabajos de su director y su editor, o en algunas notas de Fénix
o en el prólogo de Pablo Anadón a su antología Señales de la
nueva poesía argentina. Alarma ante un agotamiento, una desvirtuación,
un envilecimiento y/o una impostura que aparecerían dominando el
escenario, pero una alarma que suele conllevar, un poco menos explícitamente
y en diversos grados, una nostalgia y/o una necesidad de restauración
de un orden, una dignidad o una belleza perdidos, o sacrificados
en el altar de la obediencia a tiempos esencialmente antipoéticos,
a menudo asociados en estos enfoques a la palabra “parodia”. Aunque
la irrupción noventista la potenció, se trata de una reacción que
viene de antes: estamos, postulaba Ricardo Herrera en La hora
epigonal (1991) “en una realidad que parece dejar margen sólo
para la parodia” y en la cual “se hace díficil pedirle a la poesía
una vibración de eternidad que no vaya puesta entre comillas, pero
habrá que hacerlo –tal vez con la misma cautela y discreción con
que Cervantes esbozó su concepción de la heroicidad después de la
rotunda bancarrota de la misma en la España del siglo XVII.”
Suponiendo
que Herrera se refiera al Quijote cuando dice que Cervantes esbozó
su concepción de la heroicidad, ¿no está reconociendo justamente
que Cervantes necesitó recurrir a la parodia para hacerlo, porque
de otro modo no se sostendría? ¿Que se volvía necesario destruir
–desconstruir– la noción de heroicidad para mantenerla viva, casi
siguiendo la fórmula de Lamborghini? ¿No se le ocurre que ponerla
entre comillas sería una de las maneras menos impostadas, ingenuas
o hipócritas de instalar en estos tiempos una “vibración de eternidad”?
No puede, probablemente, porque no entra en su programa: “rencor”,
“rabia” y “desprecio” es lo que Herrera alcanza a ver, en una línea
casi ininterrumpida, como elemento común de una tendencia desacralizante
que uniría al sesentismo y el objetivismo, pasando por lo que llama
“antipoesía” y “formalismo”, sin siquiera preguntarse, aunque fuera
como hipótesis, si no podría haber en esas experiencias otra cosa
que no fuera rencor, rabia o desprecio, o capaz de interactuar con
el desprecio, el rencor o la rabia. (v)
5)
A principios de 2005, creo empezar a advertir indicios que modificarían
un poco el panorama de 2002, por ejemplo cambios que flexibilizan
algunas de las voces que aparecían más definidas (Mallol, Llach),
un pequeño debilitamiento de los consensos y la entrada en escena
de poetas que no encajan en las opciones de entonces. No sé si tiene
que ver el fin del imperio de la creencia en el fin de la historia
(esa reacomodación de las subjetividades, ese no estar del todo
en ninguna parte, que suceden a un cataclismo cultural), pero me
da la impresión de que en la poesía argentina las cosas están más
sueltas que hace tres años, menos determinadas, se habría extendido
en algo el espacio para escribir fuera de programa. Pero es apenas
eso, una impresión.
5)
Lo hice ya varias veces, pero tan significativa me parece aquella
temprana definición de Aira que no puedo no citarla de nuevo. Apareció
en 1981 en la contratapa de Ema la cautiva: “una pasión nueva,
la pasión por la que pueden cambiarse todas las otras como el dinero
se cambia por todas las cosas: la Indiferencia”. En vez de blindar
la rosa, como querían muchos sesentistas, allá por el quinto año
de la dictadura hubo que blindar la escritura, impermeabilizarla
o inmunizarla ante lo que la pudiera solicitar, tal vez para
darle alguna posibilidad de ser –cómo moverse sin coraza en un aire
como el de la Argentina del 81–, o tal vez porque la sensibilidad
parecía no dar para más o se había convertido en coartada para cualquier
cosa, o así lo sintieron Aira y algunos más; precisamente los que
mejor supieron abrir los más novedosos rumbos por los que transitó
la literatura que vino después, cumpliendo así la función que les
correspondía en tanto vanguardia.
Sensibilidad
cero, un grado cero donde hacer pie y desde el cual todo parece
posible, un punto de partida. Desembarazarse de una carga para que
alguna productividad se desate, alivianada y dotada de una nueva
soltura, de nuevos derechos. Lo que la indiferencia tiene de descompromiso
puede tenerlo de libertad, de apertura de horizontes, de posibilidades
de juego, y hasta de apuesta a una relación desalienada entre el
texto y el lector, según las mil veces citadas declaraciones hechas
en 1980 por el maestro de Aira y jefe espiritual de Literal,
Osvaldo Lamborghini: “¿Cuál es el gran enemigo? Es González Tuñón:
los albañiles que se caen de los andamios, toda esa sanata, la cosa
llorona, bolche, quejosa, de lamentarse (...). Es decir, que los
escritos tienen que valer por el sufrimiento que venden y por las
causas nobles de ese sufrimiento.”
No
ofertar sufrimiento al mercado de lecturas fáciles o complacientes,
entonces, no ofertar afiliación a causas nobles o portación de buenos
sentimientos, pero esa es sólo la mitad de la idea; la otra está
condensada en la bien vanguardista fórmula “el gran enemigo”. Tiene
mucho que ver con el carácter de instrumento de guerra con el que
fue concebido, especialmente en Literal, el cuerpo principal
de las poéticas que voy a llamar “ochentistas”. Ocurrió muchas veces:
aquello mismo que, tomado como punto de partida o como disparador,
abre posibilidades y despeja malentendidos o jugarretas, convertido
en norma o parámetro cierra y prohibe, a la que vez que modela,
impone, dicta, sanciona, santifica. El propio concepto de “literatura”
o la idea de qué se puede esperar de la literatura cambió en los
ochenta, pasó a ser otra cosa muy distinta, al menos para muchos
integrantes del campo literario, pero basta apartarse un poco del
consenso establecido en torno de la inexorabilidad de esa mutación
para advertir que se trata de una posibilidad como otras, no por
inusitada o disruptiva menos coyuntural ni limitada, aunque sí limitadora
en tanto queda instituida como medida de valor. Un aparato de “órdenes
de lectura” (son palabras de Antonio Marimón) se abre paso junto
con la productividad textual y, al imponerse como se impuso, funciona
como suelen funcionar las vanguardias en el poder: nada que les
resulte ajeno entra en el campo de lo que se puede llamar “literatura”,
todo lo que participe de la onda viene ya con un handicap alto,
aun pavadas o imposturas que, si no contaran con esa autorización,
nadie iba a considerar seriamente.
El
costado interdictor, instalador de tabúes: la descalificación a
priori de toda puesta en juego de sentimientos o de todo texto que
no excluya evidentemente cualquier ejercicio de alguna sensibilidad,
sobre todo de carácter social, la identificación automática de la
sensibilidad, los sentimientos y la preocupación social (o un mínimo
indicio de simpatía hacia alguna ideología más o menos emancipadora)
con la chapucería que vende sufrimiento o busca rédito en las causas
nobles, su confinamiento en los anaqueles de la ingenuidad, la estupidez
o lo extraliterario (vi). Y el costado avalador, facilitador: el
hoy olvidado boom de Emeterio Cerro, la “tontería para consumo de
café concert de gays”, según las palabras que usa Fogwill para distinguir
por dónde “se puede trazar el límite entre qué es y qué no es literatura”,
y de paso percibir “lo que diferencia a Arturo (Carrera) de Cerro”.
Casualmente o no, en Cerro y Carrera se podrían ver dos extremos
–el más y el menos típico, respectivamente, el más y el menos programático
y autosuficiente– de lo que en Argentina fue el neobarroco. Es buscando
para la poesía un espacio donde no importen esas órdenes de lectura,
precisamente, que irrumpen los primeros noventistas, más por falta
de interés en la oferta que por querer mostrarse diferentes. Con
los noventistas más jóvenes, en cambio, las relaciones con la institución
se han vuelto más flexibles, mutuamente respetuosas y cercanas,
entre otras cosas porque la propia institución cambió.
6)
El hecho es que, por coincidencia o porque pueda darse una relación
causa-efecto, la presencia de lo político y lo social es cada vez
mayor en la poesía argentina de los últimos cinco o seis años (Tedesco,
Fogwill, Bellessi, Cella, Raimondi, Gambarotta, Aguirre, Chacón,
Gaya, Medrano, Díaz, Edwards, Bustos y hasta, más tangencialmente,
Carrera), pero dentro de esa reaparición lo más singular es cómo
se presenta en algunos de los poetas más paradigmáticamente noventistas
(y dejando de lado Poesía civil, de Raimondi, que es un caso
muy particular): no, como en Bellessi o Tedesco, como fuente de
inquietud o como núcleo de significación que pone en movimiento
a la escritura, sino como provisión de elementos para una profusa
y pintoresca coloración referencial en la que los poemas parecen
encontrar su principal sostén –“Arnaut en Cachaca” es un ejemplo
claro–, y que incluye tanto a políticos, personajes sociales y figuras
históricas como a estrellas de TV, futbolistas y, muy notoriamente,
nombres de integrantes de la comunidad literaria local, incluidos
los propios compañeros de promoción noventista, a la manera de guiños
a la complicidad de un cierto público. ¿Se trata de “penetrar el
bloque de la actualidad”, como si constituyera un fin en sí mismo?
¿Son, efectivamente, guiños generacionales y/o para la corporación?
Si lo fueran, ¿a qué responde la cortedad de miras que estarían
indicando? ¿Obediencia a un programa? ¿Tentativa de probar qué pasa
cuando el proyecto se extrema? ¿Dejar sentado que aspirar a otra
cosa es –o se ha vuelto– imposible, vano, ilusorio, dadas las condiciones
de la época?
Tal
vez, y tal vez junto con las otras posibilidades, la operación consista
en mostrar, en actos de mostración, como lo entienden Nicolás Rosa
y Carrera cuando vinculan la palabra “monstruo” a “mostrar espectacularmente”.
Lo monstruoso y lo espectacular, un obligar a ver no lo invisible
sino lo que está muy a la vista, un dispositivo de saturación que
impida el ensueño o la extrañeza y hasta quizá un ejercicio de violencia
sobre el lector para que se las aguante y se haga cargo, como lo
viene haciendo una franja de las artes plásticas desde el pop art
en adelante (con antecedentes ya en Duchamp). O bien, o a la vez
–no son propuestas contradictorias– un esteticismo avant garde:
lo banal y seriado, lo que no encierra sorpresa ni revelación, presentado
como objeto estéticamente dispuesto a una apreciación sofisticada
es algo que tienen en común el pop art y poetas del segundo “noventismo”
argentino como Cecilia Pavón. Intervención shockeante por mostración,
o estetización mediante una mirada y un pensamiento libres de drama
existencial: como sea, nunca, desde el mingitorio de Duchamp, dejó
de mediar una voluntaria fé del espectador (más en el artista o
en el espacio artístico que en la obra), una previa donación de
confianza o delegación de autoridad, que en el arte pop o conceptual
suele basarse en la publicidad, en la moda o en el aparato de la
teoría y la crítica, o incluso –en el caso de León Ferrari, por
ejemplo– en una visión ingenuamente extra-artística, “contenidista”.
Habría que pensar qué sería necesario para que en la poesía se diera
algo así.
7)
Siendo, como es, un punto extremo en la obra de Lamborghini –pero
no el único punto extremo–, está claro hoy que Carroña no
abrió ni cerró nada en esa obra siempre cambiante y siempre imprevisible,
ni mucho menos marcó algún punto de no retorno en el resto de la
poesía argentina actual ni parece haber tenido efecto alguno en
ella. Sí, en cambio, quizá permita ratificar que L.L. siempre va
más lejos y más a fondo que sus seguidores. Si su antilirismo, su
trabajo con la impersonalidad y su gusto por lo grotesco y lo irrisorio
despejaron el camino a muchos de los que escriben actualmente, el
propio Lamborghini actúa como si cualquier camino despejado le resultara
intransitable, y esa es justamente la actitud que lleva al colmo
y pone a la vista cuando hace Carroña. No veo que haya muchos,
y menos aun entre los seguidores de Lamborghini –salvo quizá Fogwill–,
que se haya propuesto algo así: destruirse a sí mismo, boicotear
cualquier tentación de tomarse muy en serio. Creo que Lamborghini
puede hacerlo porque es una máquina que trabaja sola, respondiendo
a sus propias obsesiones o a lo que le manda hacer el encuentro
con la letra. No tiene lectores ni críticos a los que debe responder:
los crea. No busca representar a la época, estar actualizado, hablar
en nombre de una generación o fundar nada. No me parece que sea
como tarea militante, para dar cuenta de un acontecimiento histórico
ni para revolucionar la escritura poética argentina que a mediados
de los 50 asume el peronismo en Las patas en las fuentes,
sino porque hace caso a la sensación de que hay algo –una fuerza
profunda, un conglomerado de significaciones– que necesita abrirse
paso y encontrar un campo de despliegue en la selva del lenguaje
poético, o del lenguaje a secas. Nunca en las reflexiones de Lamborghini
aparece el rol que ocupa o la tarea que cumple: siempre se trata
de obedecer a una suerte de fatalidad, de no desconocer lo que pugna
por manifestarse y como tal choca con los clisés y las poéticas
aceptadas. (vii)
Coletazos
i)
Por la elección de autores y textos y por el propio prólogo de Carrera,
no me parece que la antología Monstruos entre en la serie.
Sí, en cambio, los ensayos que Anahí Mallol reunió en la segunda
parte de El poema y su doble, aunque con la particularidad
de que el trabajo de Mallol llega bastante después, cuando el consenso
está asentado, tanto que hasta anuncia que “la poesía de los 90
ya fue”. Y aunque el gesto confirma y contribuye a instituir el
relato (“ya fue, porque fue importante, porque logró articular una
manera propia de decir”), las consideraciones que los ensayos van
haciendo ponen explícitamente en cuestión varias de las cosas que
sostienen Helder-Prieto y Porrúa, se oponen a Rubio al postular
la existencia de “un nuevo lirismo” y someten todo a una mirada
más insegura, relativa e interrogante, dejando un mayor espacio
abierto a nuevas consideraciones. En cuanto a “Poesía argentina
actual: del neobarroco al objetivismo (y más allá)”, de Edgardo
Dobry, el problema es que, aunque cita a "Boceto Nº 2” y aparenta
estar en línea con sus autores, pasa por alto una gran parte de
las matizaciones y los contrastes que Helder y Prieto plantean,
hasta el punto de contradecirlos –la contradicción es aun más fuerte
con Mallol– al encuadrar a toda la poesía de los noventa dentro
del objetivismo y considerarla apegada a la literalidad referencial
y lanzada a una ruptura radical con el neobarroco. De todos modos,
Dobry y Mallol concuerdan con Helder-Prieto, Muschietti y Porrúa
en dar por sentado que no existe poesía escrita en la Argentina
en los 90 fuera del cuadro que describen (o, si la hay, no merece
atención). “Los poetas nacidos durante los 60 reaccionan visiblemente
contra esa estética (el neobarroco)” escribe Dobry. ¿Todos los nacidos
en los 60?
ii)
Más que referirme al neobarroco estrictamente, aunque abarcándolo,
uso el término como sinécdoque de un movimiento mayor, que también
llamo “ochentismo”, cuyo primer paso importante habría sido Literal
y que incluye al menor de los Lamborghini, Aira, el neoconcretismo,
la antología Nuevo verso argentino, la tendencias literarias
y los nombres de autor predominantes en Vuelta Sudamericana,
Fin de Siglo y el suplemento literario de Tiempo Argentino,
algunos tramos en el pensamiento de Ludmer, Rosa, Libertella y Martini
Real, los espectáculos del Parakultural o los dos libros de poemas
que Fogwill quitó de su obra y algunos de sus cuentos. Algo así
como una ideología (paradojalmente, reactiva contra cualquier ingerencia
de lo ideológico en lo literario), una actitud anterior a la escritura
o subyacente en ella –y en la lectura a que apunta– que implica
dar prioridad a algunos valores y descartar otros: juego, gratuidad,
inmanencia, amoralidad, atención puesta en la superficie textual
y en los procedimientos, revalorización de la retórica, gusto por
lo menor y lo trivial, lo ambiguo y lo instrascendente, rechazo
de la intensidad y el vitalismo, una moral que positiviza el exceso
y la transgresión. Si es evidente una aun más festiva reactualización
de esa herencia en Cucurto o Belleza y Felicidad, también contrasta
la destreza de Cucurto para divertir y mostrar habilidad, suficiencia
y gracia con la desvalida capacidad de sorprenderse e indagar por
alguna posible significación en las cosas que pone en juego Gambarotta
en Seudo y su trabajo con el silencio y la incompletud, como
para advertir que, aunque la reinstauración del neobarroco es un
rasgo del noventismo “más joven”, no por eso lo define.
iii)
Lo que Edwards encuentra en Carlino, y es evidente que no tanto
en los poemas que escribe Carlino como en la persona que aparece
recitándolos (su poesía es apenas un aspecto de esa suerte de performance
permanente que es Carlino), es una robusta y comunicativa energía
vital que en el ambiente literario falta, una afiliación clara a
la cultura popular entendida como modo cotidiano de vida, la ausencia
del gesto cínico o del ademán de “estar por encima” que Edwards
conoció a su paso por la carrera de Letras, la falta de recelo.
En algunos aspectos Edwards lo encuentra también, y con más peso
en su producción poética, en los tres Fernández Moreno, sobre todo
en los dos últimos, y el descubrimiento de Manrique Fernández Moreno
es algo que comparte con Helder. Pero Helder lo incorpora a una
política de conquista y transformación de la institución “poesía”,
de la que Edwards sólo quería desprenderse, quizá en busca –y quizá
ingenuamente– de un espacio menos acotado o especializado de circulación
de los textos que permitiera un encuentro menos especulativo y más
inmediato entre el texto y el lector. En el marco de ese solitario
combate a la vez estético y político, sería quizá posible leer “Los
pichones de Morrison” como una respuesta a Rubio (y a su grupo)
en la que Edwards entendería que es la lucha de clases lo que decide
la interna de su generación, que a su vez no pasaría por la posición
asumida ante el campo literario sino ante la sociedad toda: “no
sé qué pasa con estos hijos de psicólogas/ que patean el tablero/
como ungidos por altísima misión/ estrenan sus botines nuevos/ apuntando
el balón a la joroba/ de ancianas comadres de barrio/ padres y señores/
de nuestros campos arrasados/ por sus palabras limpias y eufónicas/
con sonido digital/ por su simpatía a prueba de garrote/ hegemónicos
como atenienses/ tiran la piedra y esconden la mano/ denuncian los
atropellos de sus guardaespaldas/ defienden los derechos de sus
esclavas/ ante las instituciones republicanas/ (...) los pichones
de Morrison/ pintan naturalezas muertas/ logran la más acabada forma
de realismo/ negocian/ trascienden/ (...) // nuevamente en la historia/
son ellos/ o nosotros”.
No
sé si no ver incluso una polémica tácita entre el texto de Rubio
y la contratapa a La ruptura, de Ezequiel Alemián (1997),
donde Casas aprovecha para arremeter contra “cierto facilismo que
se ha instalado en la joven poesía argentina a la hora de escribir
poemas largos. Poemas kilométricos que, como en una feria americana
–y en un zapping vertiginoso similar a la estética de MTV–, contienen
tanto a Lucho Avilés como a Black Francis, de los Pixies”. No precisamente
en la cuestión de la extensión estaría la polémica sino en las expresiones
“feria americana”, “zapping vertiginoso”, “estética de MTV”, “Lucho
Avilés” y “Black Francis, de los Pixies” y en el anuncio de que
detrás de todo eso hay “facilismo”. Y hasta, no sin malevolencia,
no sé si también no verlo en el comentario de La experiencia
de la vida, de Leónidas Lamborghini, que Casas publicó en Diario
de Poesía en el 2004: “La tragedia de los Lamborghini. Un hermano
–Osvaldo– que tiene que orbitar el modelo –Leónidas– como los bichos
de campo revolotean en torno de un gran farol”. Si por la valoración
de Osvaldo Lamborghini pasa, en buena medida, la línea divisoria
entre la primera y la segunda mitad de Los Noventa, Casas parece
dispuesto a delimitar los campos: “Hoy en día es probable que Osvaldo
Lamborghini sea más ‘popular’ que Leónidas. Autor de una obra muy
irregular, parece más bien un puro estilo que un pathos poderoso.
Una obra astillada, atomizada, hecha más para ser resumida en breves
slogans, que para ser leída con admiración y en silencio. (...)
Pero es verdad, la obra de Leónidas no tiene el ‘glamour’ de los
textos de su hermano.” Ahí, en la actitud hacia el glamour –el de
O.L. pero también el glamour en general– habría una diferencia tajante
entre el núcleo más característico del primer noventismo y gran
parte del del segundo. Y también en la posición a tomar ante nociones
tales como “puro estilo”, “leer con admiración y silencio” y “pathos
poderoso”.
iv)
“Hemos sentido una ausencia de entusiasmo que se manifiesta en una
escritura hermética”, decía Osvaldo Bossi, en la época en que integraba
18 Whislys, de quienes los precedieron y a quienes llamaba
“poetas del setenta”. “No nos identificamos con los poetas del setenta.
No es culpa de ellos. Son otras las cosas que nos reflejaron: el
rock, los comics, incluso los programas de televisión. (...) Se
ha dicho que algunas generaciones vienen de una derrota. Nosotros
ya no sabemos si somos nietos o bisnietos de una derrota. Si alguna
función tiene la poesía en la sociedad, tal vez ésta sea mantener
el sueño, el deseo, la esperanza de cambiar el mundo cueste lo que
cueste con hechos vitales y esenciales". Se puede estar de
acuerdo o no, lo importante es que ahí aparece una necesidad, y
es la irrupción de una necesidad lo que mejor suele desbaratar los
consensos, en este caso el que incluía a neobarrocos y objetivistas
en torno de una poesía hiperliteraria. Que lo que Rubio ve en los
sesenta y en el interés del primer noventismo hacia los sesenta
no sea una necesidad de “hechos vitales” sino la pereza del que
tiene todo claro implica una repetición de la historia, porque se
parece a la visión de los sesenta que tenían los ochentistas: "escribimos
en un lenguaje sin despotismos", decía Arturo Carrera para
explicar qué aportaba el neobarroco.
Lo
que me pregunto, de todos modos, es en qué sería inconciliable el
rescate del “sesentismo” con la entrada en el “bloque de la actualidad”,
y por qué alcanzar la actualidad sería tan importante para la poesía.
Dejo de lado que la palabra “actualidad” no designa al inaprehensible
tiempo presente sino al variado friso móvil que dibujan para nosotros
los diarios, la radio, la televisión y las revistas, y acepto que
se refiera al mundo concreto e inmediato en que nos movemos, con
sus problemas y contradicciones diferentes de los de otras épocas,
a la vida que se está viviendo realmente, sobre todo la que vive
realmente la gente de entre veinte y cuarenta años. Sea ese el sentido
que le da, o los dos, el hecho es que acceder a su “centro” aparece
como más que necesario en el texto de Rubio, que a su vez empalma
con otras afirmaciones suyas y con algo que me contaron que dijo
Gambarotta: “yo leo a los clásicos, leo a mi generación”. ¿Qué se
está proponiendo, quiero decir, cuando se pone tanto el acento en
la función “actualizar”? ¿Ser capaces de mirar lo que uno tiene
adelante, lo que sea, sin negar nada, asumir la escena, como quien
asume un desafío o se hace cargo de lo ineludible, tal vez para
desentrañarlo? ¿O significa más bien aceptar el paquete tal como
a uno se lo dan, ser su vocero, no incurrir en pecado de anacronía
o desubicación? Si leo la mayor parte de la poesía de Rubio o Gambarotta
diría que lo primero, pero diría que lo segundo si leo algunas de
sus declaraciones o voy a lo que escriben otros noventistas, por
ejemplo Morfes o Timo Berger, o el Llach de “Joda y Espiral” y “Arnaut
en Cachaca”.
Supongamos
que no son dos opciones excluyentes, porque efectivamente no lo
son (es muy fácil pasar de una a la otra y hasta leer un mismo texto
como si respondiera a cualquiera de las dos). ¿Por qué requerirían
limpiarse de sesentismo? ¿De qué estaría haciendo falta desprenderse?
¿De una disconformidad con lo que hay? ¿De una distancia?
¿O de un apego ingenuo o pulsilánime a un modelo caduco? Ni en Edwards
ni en Casas ni en Villla ni en Durán –hablo de sus poemas– encuentro
indicios de ese apego, y en cambio sí una falta de adecuación temporal,
como también la presentaban los sesentistas, al menos los mejores,
respecto de su época, y que desde el romanticismo en adelante es
propio de la mayor parte de la poesía, dadas las altas posibilidades
que ofrece al producir una relación crítica entre la subjetividad
poética y el presente. No sólo en lo ético o lo ideológico sino
también, y sobre todo, en función de una productividad literaria,
en tanto, al ver la actualidad desde afuera –en realidad desde adentro
y afuera a la vez– la visión se complejiza o enriquece.
¿No
es consustancial a la poesía una cierta inadecuación con el mundo
en que se mueve y hasta una incapacidad de comprenderlo, un no saber
moverse bien? No, no lo es, ni tendría por qué serlo, aun cuando
la mayor parte de la poesía moderna suponga esa actitud, ni sé si
realmente eso es lo que Rubio llama a sacarse de encima. Y tampoco
sabría decir qué quiere realmente: teniendo en cuenta que en su
nota hace cosas como incluir dentro de la poesía popular a la gauchesca,
emplear los términos “popular” y “populista” como si fueran sinónimos
y considerar “populista” al sesenta, hay motivos para cuando menos
abstenerse de sacar conclusiones firmes sobre lo que dice, porque
vaya uno a saber a qué se estará refiriendo. Lo significativo es
otra cosa, el ademán, la operación misma: ellos, los de antes, se
hacían demasiado problema con cosas que a nosotros, jóvenes animosos,
realistas y despreocupados, no nos inquietan, somos una nueva generación,
somos libres.
Huele
a fascismo y a neoliberalismo, si se me permite exagerar, y suponiendo
que eso que estoy creyendo ver en el trabajo de Rubio esté, que
no lo inventen mi imaginación o mis prejuicios. Pero supongamos
que está, que Rubio anuncia el advenimiento de una libertad sin
límites –que coincide bastante con la desprejuicidada capacidad
de hacer lo que se les dé la gana que habrían conquistado, según
Prieto y Helder, Los Noventa–, supongamos que hay poetas que ven
la actualidad como una propiedad a explotar, no un problema ni un
enigma, supongamos todo eso para avanzar un paso más y dejar plantado
un interrogante: qué se pierde al mirar las cosas desde el absoluto
presente, o, más aun, desde la creencia de que eso es posible. Acaso
ayuden a encontrar una respuesta Prieto y Helder: “En las (poéticas)
de ahora no hay, previsiblemente, ningún tipo de idealismo: la piedad
y el pudor no cuentan para nada. Se los sabe por lo demás agentes
de restricción en todos los niveles.” ¿Piedad y pudor equivalen
a idealismo? ¿Y únicamente como agentes de restricción se los puede
ver? Y aunque lo fueran, ¿no saben Prieto y Helder –sé que lo saben–
que no hay escritura poética que para desencadenarse no necesite
de una restricción?
v)
No seré yo quien le reproche a Herrera que salga a defender los
valores que le importan o que le enojen las políticas de imposición
de la novedad o la sujeción del pensamiento y la creación a la conveniencia
del momento: lo que estoy tratando es de exponer las limitaciones
de una actitud que, en su atrincheramiento defensivo, cierra, paraliza
y vela tanto como protege. Los profesionales del desdén y la burla
sin duda existen, y son muy activos, tienen prensa y cátedras, y
el ácido esterilizante de su mala leche contamina buena parte de
lo que se escribe y se piensa en la Argentina, pero no necesariamente
hay que ubicar en esa movida –al margen de lo que ellos mismos opinen–
a todos los que asumen el desencanto o la falta de resonancias como
un suelo a explorar, un material a trabajar o un nuevo punto de
partida.
El
problema, como suele ocurrir, es la imposibilidad de leer (si leer
es algo distinto que volver a encontrar lo que ya se encontró, de
gratificarse con su ratificación), una incapacidad programática
de atender a aquello que podría estar proponiendo cada texto, al
margen de la propuesta poética que argumente para justificar su
existencia, e incluso de advertir las razones de ser y las posibilidades
de poeticidad de las propuestas mismas. Replegarse en un patrimonio
que se domina o con el cual uno se identifica puede impedir el acceso
a formas de poeticidad hasta ahora desconocidas o descubrir qué
puede tener de interesante o productivo aquello que no concuerda
con lo que hasta ahora uno llamaba “poesía” o “belleza”. O descubrir
que, aunque un texto no tenga los valores que nos permitían apreciar
otros textos, podría tener otros que no se nos había ocurrido considerar.
“Si
no está lo que a mí me interesaba antes de leer, no vale”: una lectura
previa a la lectura que, si se mira un poco, es bastante simétrica
al entusiasmo acrítico con que presentan el noventismo Helder-Prieto
o Muschietti y al aun más acrítico consenso que rápidamente obtienen,
como si ambas posiciones se necesitaran una a la otra, o se reforzaran.
Es notable hasta qué punto, con preferencias antagónicas, el prólogo
de Anadón y el manifiesto personal que Rubio escribió para la antología
Monstruos –y que Anadón cita– coinciden en su diagnóstico:
por un lado, arrojada y pujante (y consensuada por la universidad
y el periodismo), una nueva conciencia antilírica, y por el lado
contrario un asentado lirismo que se niega a desaparecer, para uno
arrinconado en una resistencia poco menos que secreta, para el otro
anacrónico, caduco, out.
vi)
¿Cómo encajaría ahí entonces “Hay cadáveres” de Perlongher? ¿Y Arturo
y yo de Carrera? ¿Y “La liberación de unas mujeres” de Fogwill?
Es que no hay escuela, movimiento ni tendencia a los que, al resolverse
concretamente en textos, no se les filtre aquello que quieren proscribir,
sobre todo en sus integrantes más talentosos. También ocurre dentro
del noventismo “más joven” con un poeta como Martín Rodríguez, tan
emblemático por la gestualidad desafiante que adopta al recitar,
por el uso de un lenguaje aparentemente sencillo y directo, porque
escribe “mear”, “pedo” o “culo de gallina” o por la recurrencia
al tópico generacional de la familia y la infancia: lo sorprendente,
lo distinto en Rodríguez, es que, tanto o más que como temática,
lo infantil aparece como visión sorprendida ante el enigma de un
mundo que existe por su cuenta, y por lo tanto es expuesta en un
discurso vacilante, carente de suficiencia, coloreado de tristeza
y ternura, expectante y anhelante de sentido, todo lo cual remite
bastante más a Gola, a Szpunberg, al primer Gelman o al primer Urondo
que a cualquiera sea la poesía argentina que vino después.
vii)
Por supuesto, Lamborghini lo hace porque es un maestro, y nadie
podría esperar que todos los que escribimos seamos maestros. Si
lo planteo es para hacer notar que una disyuntiva inevitable, en
cierto modo irresoluble, una y otra vez se nos presenta en cada
momento de la relación de cada uno y de toda la sociedad con la
escritura. Qué importa más: la poesía –ese acontecimiento que sólo
se produce al escribir o al leer– o la dependencia “poesía” de la
institución literatura. O verifica uno las condiciones para alguna
recepción favorable, así sea de un grupo restringido (casi siempre
es de un grupo restringido), y después escribe o lee, o gana cierta
capacidad de desoir las insistencias del entorno para escuchar un
poco más lo que tiene para decir –es decir, nada– la poesía.